Filosofía, literatura, psicoanálisis e historia del arte.

jueves, 4 de diciembre de 2014

PENSAMIENTO DEL SIGNO en LA ESTÉTICA

Pensamiento del signo la Estética
       En la estética pauperista se despliega un verdadero pensamiento del signo. En ella una multitud de significantes (basuras, chabolas, barraquismo, miserias, desechos, etc ) adquieren significación a través de un pensamiento de signos y del signo. Del reciclado de la basura en la construcción de obras de arte, deriva en consecuencia una reflexión sobre los asentamientos externos a las ciudades, no sujetos a la pauta urbanizadora. Las imágenes son innumerables dentro de un vasto arco ideológico que recorre desde la retícula que ordena las chabolas en la cándida Milagro en Milán (Vittorio de Sica, 1951) al ominoso barraquismo vertical de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). La vivienda miserable se esconde tras los nombres de chabola, favela, shantytown, bidonville o gecekondus, que responden a una misma realidad de degradación social. Otras propuestas sugestivas son las que investigan las posibles soluciones habitacionales que satisfagan a todos los ciudadanos, incluido el segmento de los que no tienen recursos: enmarcados entre la “anarquitectura” y el situacionismo de los años sesenta son los trabajos de Angustias García e Isaías Griñolo, Mobiliario urbano para fronteras (2002), y más aún los del arquitecto Santiago Cirugeda y sus Recetas urbanas (1996-2010), que aprovechan resquicios normativos para implantar edificaciones “parásitas” en las construcciones establecidas legalmente. Otra forma de acción es insertar violentamente en el sacro espacio institucional las chabolas que reconstruye en los museos Marjetica Potrc en House with Extended Territory (2003); también son significativos los fotomontajes de desechos arquitectónicos realizados por Dionisio González, quien propone una mezcla estilística de rascacielos y asentamientos miserables en Cadáveres exquisitos (2004). Se introducen signos, distintos ámbitos de significación en el arte. Pero analicemos estas diferencias( Moriente,D, art. Internet, pauperismo y márgenes).
 Existen unidades y diferencias en torno a las ideas relativas al signo, entre Heidegger y Deleuze. Para el análisis de ello el primero desarrolla la idea de Destruktion y de semiótica el pensador francés, o de regímenes de signos. Ambos coinciden en la preponderancia del signo, en su gran potencia destructora como índice de toda creación posible de significaciones. Después del breve análisis del concepto de fragmento y los supuestos metafísicos, hecho en páginas anteriores, que dirigen el valor que le damos a ellos, en las doctrinas del acto creativo y el goce estético, hay que reconocer en él una negatividad fundamental. La multiplicidad, la heterogeneidad, la indeterminación, la brecha de corte y vacío hacen de un fragmento el principio de negación, un principio, que se desarrolla a través de la negación de todo principio. “Este principio se puede rechazar, negar como es el caso de los pensamientos sistemáticos que tienden a igualar la totalidad del pensamiento a la totalidad del mundo. También podemos aceptar, el consentimiento y hasta la falta de un pensamiento crítico escéptico, y el pensamiento feliz que intenta ensayar, en el sentido de Montaigne, es decir que trata y examina, revisa, el movimiento general de la realidad, así como la imposibilidad de la comunicación, para ser su identidad, la ironía de un pensamiento discontinuo que sabe que no tiene base. "No os desviaréis de la mayoría sin un pequeño detalle que empieza a crecer y que os arrastra. Porque el héroe de Focus, el americano medio, necesita gafas que dan a su nariz un aire ligeramente semita, "a causa de las gafas", va a verse metido en esa extraña aventura del devenir-judío de un no-judío. Cualquier cosa puede servir, pero el asunto se revela político. Devenir-minoritario es un asunto político y recurre a todo un trabajo de potencia, a una micropolítica activa. Justo lo contrario de la macropolítica, e incluso de la Historia, donde más bien se trata de saber cómo se va a a conquistar o a obtener una mayoría. Como decía Faulkner, para no ser fascista no había otra opción que devenir-negro". (Deleuze y Guattari. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia).
La invención de la escritura en una cultura marca un estado de evolución de la sociedad y del desarrollo social, económico e intelectual de la misma. El proceso del diseño e implantación de sistemas de escritura en las culturas del Próximo Oriente y Egipto se da con una cercanía geográfica y cronológica que a menudo ha hecho pensar que se hallaban interrelacionados en una relación de dependencia en su desarrollo, haciendo al sistema de escritura egipcio subsidiario del desarrollado en Mesopotamia. Una observación algo más pormenorizada, sin embargo, permite vislumbrar diferencias fundamentales en su génesis, en su estructura y en su funcionalidad, haciendo con esto muy poco probable esa dependencia original de la escritura egipcia respecto de la mesopotámica toda vez que sus especiales características formales las separan. La escritura egipcia, en concreto la escritura jeroglífica, se convierte en una herramienta ideológica fundamental para la cohesión teórica de la cultura egipcia, más como vehículo de la creación de la realidad circundante al ser humano que como reflejo de la actividad de éste. La tesis tradicional o más bien clásica de la metafísica nos dice que una vez establecida la diferencia ontológica (que nos permite distinguir entre el ser y los entes) debemos postular la reciprocidad entre el ser y lo uno. Este axioma nos dice que a pesar de la multiplicidad de todo lo que se presenta (los entes) lo que presenta la presentación (el ser) es uno o como dice Gilles Deleuze en Diferencia y repetición  “Una sola y misma voz para todo lo múltiple de mil caminos, un sólo y mismo Océano para todas las gotas, un sólo clamor del Ser para todos los entes” (2002, p.446). Lo que permite explicar el orden del cosmos. Idea que matizará Badiou: no obstante, plantear que el ser es lo uno, no es sólo negar que lo que no es uno, lo múltiple, no es, idea que, como diría Aristóteles, repugna al pensamiento, además significa reintroducir lo divino en la especulación desacralizada de la filosofía y someter la ontología a la onto-teo-logía. Si bien nos interesa en este momento tomar más detenidamente a   Deleuze y su pensamiento del signo, el que no es  muy diferente al de  Heidegger. Desde lo pensado por Heidegger se abre la posibilidad de un pensamiento francés post-estructuralista. Es un pensamiento desde el afuera mismo de las categorizaciones lógicas abstractas. La categoría de lo “real”, lo perteneciente al mundo de la realidad, viene definido por el uso de este tipo de escritura, lo que nos abre una ventana extremadamente ilustradora sobre la percepción del mundo y su configuración como objeto del conocimiento por el uso de las lenguas. Para entender a Deleuze es fundamental pensar lo que es la semiótica; aunque se puede rastrear su pensamiento en torno al signo a través de varios textos suyos. Se pueden utilizar igualmente  dos términos, Semiótica y Semiología, para referirse a la ciencia que estudia los signos, pero aunque es válido, existen algunas diferencias entre estas dos. Una semiótica es un régimen de signos que pone en marcha al lenguaje. Podríamos mencionar una especie de "pluralismo semiótico" y el nuevo gobierno de los signos. El signo  está compuesto de diversos regímenes o sistemas que estrictamente son los que hacen posible su existencia, es el lenguaje, como sistemas de signos, el que se constituye por “operaciones lingüísticas” de características tales que contradicen una pregunta sustantiva, la pregunta por su esencia. Al contrario, su fundamento es su agenciamiento, su esencia es su operatividad. Derrida se centra en el lenguaje. Sostiene que el modo metafísico o tradicional de lectura produce un sinnúmero de falsas suposiciones sobre la naturaleza de los textos. Un lector tradicional cree que el lenguaje es capaz de expresar ideas sin cambiarlas, que en la jerarquía del lenguaje escribir es secundario a hablar, y que el autor de un texto es la fuente de su sentido. Su fundamento, si se quiere, es superficial, se ejecuta, es un efecto: el lenguaje, como legalidad de la palabra, no existe fuera de los regímenes que lo hacen posible.
Para Félix Guattari el capital es mucho más que una simple categoría económica relacionada con la circulación de bienes y la acumulación. El capital, para Guatarri, es más bien una categoría semiótica que concierne a todos los niveles de la producción y a todos los niveles de estratificación de los poderes. Según una definición de este autor, que se remonta a los años setenta el capital es un "operador semiótico".
Las componentes semióticas del capital funcionan siempre sobre un doble registro. El primer registro consiste  en la "representación" y en la "significación", las cuales se organizan mediante semióticas significantes (la lengua) con vistas a la producción del "sujeto", del "individuo", del "yo". El segundo es el registro maquínico organizado por semióticas a-significantes (tales como la moneda, las máquinas analógicas o digitales de producción de imágenes, sonidos e informaciones; las ecuaciones, las funciones, los diagramas de la ciencia; la música; etc.) que "pueden poner en juego signos que tienen un efecto simbólico o significante, pero cuyo funcionamiento propiamente dicho no es simbólico ni significante". Este segundo registro no se dirige a la constitución del sujeto, sino a la captura y la activación de elementos presubjetivos y preindividuales (afectos, emociones, percepciones) para hacerlos funcionar como piezas de la máquina semiótica del capital. En los mundos que transitamos, en las situaciones que habitamos, en medio del entramado de cuerpos y lenguajes que componen nuestra existencia, emerge una excepción, un acontecimiento. Su aparición coincide con su desaparición. Pero queda una huella. Una huella mundana, que abre la posibilidad de decidir sobre las consecuencias situacionales del acontecimiento. Badiou llamará “sujeto” a la orientación general de estas consecuencias sobre un cuerpo (es decir, sobre una configuración mundana apta para funcionar como soporte del formalismo subjetivo). Tal vez, lo que está en juego es la producción de un nuevo presente. Cierta figura subjetiva propondrá ser consecuente con el acontecimiento y su huella. Se trata del sujeto fiel. Hablamos aquí de identidades sociales precarias y que duran poco tiempo. Otra modalidad subjetiva intentará negar ese presente, negar la potencia inmanente de su posibilidad, las que entendemos como identidades estables. Es el sujeto que reacciona frente a lo precario, un sujeto reactivo. Finalmente existirá otra posibilidad subjetiva, consistente en la ocultación del presente detrás de una corporalidad (etnia, raza, nación, comunidad) presentada como plena. Será el caso del sujeto oscuro sólo sostenido en la escisión de sí mismo, de su identidad individual. Proceso que viene demarcado por las funciones de sujeción social y de alienación subjetiva de las semióticas significantes
El sistema capitalista produce y distribuye, a través de la representación y la significación, roles y funciones; nos equipa con una subjetividad y nos asigna una individuación (identidad, sexo, profesión, nacionalidad, etc.), de manera que todo el mundo está apresado en una trampa semiótica significante y representativa. Esta operación de "sujeción social" [assujettissement social] preestablece identidades y roles
Para Deleuze y Guattari,  los signos funcionan, nosotros los hacemos funcionar, cada uno opera desde distintas semióticas. Éstas no dependen meramente de un uso lingüístico, al contrario impregnan, la educación, la salud, la cultura, la sociedad en general, y su velocidad dependerá de cada semiótica o de la pragmática en que nos instalemos.
El lenguaje como sistema de signos está formado por distintos regímenes que los agrupa o reúne por afinidad (facultad selectiva de la semiótica); un régimen de signos es un conjunto o un colectivo. El lenguaje es un sistema de signo. El lenguaje articulado, por tanto, será un sistema de signos articulados. La definición de signo es una realidad física que quiere decir algo, que significa algo. Algo físico que podemos percibir por medio de los sentidos, algo que puede ser visible, audible. Todas las realidades físicas representan otras cosas distintas a ellas. El signo implica una asociación entre la realidad física, expresión o significante, y lo que quiere decir, contenido o significado.  En el signo, la unión entre significante y significado se debe al acuerdo de la colectividad, es decir, que es convencional. En su interior se ve cada operación como la interacción de signos: un signo requiere de otros signos, pues el signo sólo actúa en manada o a partir de una pertenencia tal que da forma a una semiótica que los articula inclusive más allá de la mera función lingüística: un régimen de signos deja ver a su través la cualidad de su diligencia o agenciado. La cultura occidental ha tendido a asumir que el habla es una vía clara y directa para comunicar. Todo signo es un “acontecimiento político” o, de otra manera, toda forma lingüística remite a la función política de los enunciados colectivos. Heidegger y Derrida, coinciden en la preponderancia del signo, en su potencia destructora, la cualidad de su agenciamiento; todo signo es un “acontecimiento político” con lo que el límite del lenguaje no es, como se creería, lingüístico, pues está desde siempre excedido por el signo o más bien por la semiótica que mueve los signos como piezas de ajedrez (facultad política de la semiótica). Es una multiplicidad que comporta muchos géneros heterogéneos y que establece uniones, relaciones entre ellos, a través de edades, de sexos y de reinos de diferentes naturalezas. Lo importante no son las filiaciones sino las alianzas y las aleaciones; ni tampoco las herencias o las descendencias sino los contagios, las epidemias, el viento. Un animal se define menos por el género y la especie, por sus órganos y sus funciones que por los agenciamientos de que forma parte. Por ejemplo un agenciamiento del tipo hombre-animal-objeto manufacturado; hombre-caballo-estribo. Lo primero que hay en un agenciamiento es algo así como dos caras o dos cabezas. Estados de cosas, estados de cuerpos; pero también enunciados, regímenes de enunciados. Los enunciados no son ideología. Son piezas de agenciamiento; en un agenciamiento no hay ni infraestructura ni superestructura. Los enunciados son como dos formalizaciones no paralelas, de tal forma que nunca se hace lo que se dice, y nunca se dice lo que se hace, sin que por ello se mienta; no se engaña a nadie ni tampoco se engaña a si mismo. Lo único que uno hace es agenciar signos y cuerpos como piezas heterogéneas de una misma máquina. En la producción de enunciados no hay sujetos, siempre hay agentes colectivos. Son como las variables de una función que no cesan de entrecruzar sus valores o sus segmentos.
Foucault está próximo a las posturas de Deleuze y de Guattari, que rechazan la alternativa y la oposición entre lo uno y lo múltiple, entre identidad y contradicción de la dialéctica clásica y las sustituyen por la alternancia de “diferencia” y “repetición” y una concepción diseminativa, “rizomática”, de la racionalidad. En la que existen innumerables conexiones entre regiones del saber no unificables, innumerables razones que no pueden conducirse a la identidad. El régimen de signos constituye una semiótica, y si llamamos semiología a la semiótica significante, la semiología sólo es un régimen de signos entre otros y no precisamente el más importante.
Esta idea de la facultad política de la semiótica, tendrá múltiples consecuencias, una de ellas -acaso no la más importante-, que el régimen de signos depende de su apoderamiento, de su puesta en marcha, vale decir, de su contingencia. La relación dinámica entre enunciación y percepción atribuible a un intérprete: necesariamente se requiere poder enunciar, con las semiosis de las que se dispone, una determinada atribución de significación a un estímulo sensorial concreto, para que se haga posible su percepción como existente, identificándolo en el entorno e incorporándolo al mundo, y para que se haga posible registrar lo percibido como conocimiento, incorporándolo a la memoria asociativa (Kosslyn, S., 1996, p.256). No existe, desde esta perspectiva, un lenguaje universal sino modos (o máquinas) lingüísticos en uso (particularidad de la semiótica). Máquinas en obra, para circular de acuerdo al tipo de régimen (político) del que son tributarias y por el que ocupan o un lugar específico en la economía del lenguaje y en el territorio que se agencian: el lenguaje tiñe un territorio con el color de su semiótica.
 Deleuze y Guattari hacen una diferenciación de estos regímenes, presignificante, significante, contra-significante y post-significante. Las acciones que llevamos para interactuar con el mundo exterior que podemos percibir, están basadas en un proceso mental que ocurre en el plano imaginario de nuestras mentes, en el  ocurre la semiosis. Todos aquellos signos que forman parte de nuestro propio pensamiento e identidad, funcionan en conjunto para crear una maquinaria de acciones. Gilles Deleuze manifiesta  su interés por Marx que gira en torno a la crítica que este último hace al capitalismo, como un sistema que no conoce límites. Esta es una afirmación  interesante puesto que todo sistema es por definición cerrado, un sistema es un conjunto de cosas y sus interacciones orgánicas, pero la lógica del capitalismo como sistema no reconoce sus límites y reproduce sus límites siempre más allá, con Deleuze podríamos decir reterritorializa, es decir sobrepasa sus límites (su territorio) no para reconocerse en la finitud, sino para afirmarse y afincarse en un territorio más amplio. Según Deleuze todo lo existente se organiza según territorios que delimitan y articulan las cosas, sus relaciones, sus flujos. El territorio no es un concepto relativo al lugar que se habita fácticamente (aunque también puede serlo), sino el lugar donde se radica. El territorio puede ser desterritorializado, es decir abandonarse, abrirse, en lo que Deleuze llama líneas de fuga y salir de su curso, posiblemente a Wittgenstein le hubiese gustado más la palabra “explotar” como la usa en su Conferencia de Ética. El proceso de  reterritorialización consiste en la recomposición de un territorio que fuese abandonado en el proceso de desterritorialización. El capitalismo es por ello un  ejemplo de sistema donde encontramos una permanente reterritorialización: las clases dominantes están constantemente intentando “recapturar” los procesos de desterritorialización en el orden de la producción y de las relaciones sociales.
 De la semiótica presignificante podemos decir que la sobrecodificación que señala el privilegio del lenguaje se ejerce de una manera difusa: la enunciación es colectiva, los enunciados polívocos, las sustancias de expresión múltiples; la desterritorialización relativa está determinada por la confrontación de las territorialidades y de los linajes segmentarios que conjuran el aparato de Estado. Deleuze y Guattari hacen una diferenciación de estos regímenes, presignificante, significante, contra significante y postsignificante. Cada régimen de signos está dado por los niveles, líneas de la codificación, de las líneas de fuga, la sobrecodificación, la territorialización o la desterritorialización, que en algunos será más absoluta, en algunos serán líneas más negativas y también la variación de los niveles de intensidad que se va dando en cada uno (Gilardoni, 2004, p.38). En cuanto a la semiótica significante, la que la sobre-codificación es efectuada plenamente por el significante y el aparato de Estado que lo emite. Los referentes son interpretados, y con el segundo son performados. Así, los significados que ocurren en estos planos, son consecuencia, en gran medida, de acciones sociales. Aquí se determinará el auto conocimiento del ser, de la propia mente y las interpretaciones de la sociedad.  Hay uniformización de la enunciación, unificación de la sustancia de expresión, control de los enunciados en un régimen de circularidad; la desterritorialización relativa es llevada aquí hasta el límite en una referencia constante y redundante del signo al signo. Entonces si se piensa en un régimen significante, donde un signo remite a otro signo, no podemos dejar de tener en cuenta la cuestión del centro, a partir de un centro invariablemente todo sale de un centro y todo vuelve a ese centro, por la idea de lo uno de lo mismo, donde un movimiento no presenta mayor movimiento, donde todo movimiento que se da es para volver al mismo lugar. En cambio, en el presignificante, hay una menor sobrecodificación. Cuando hablamos de presignificante, no lo pensemos desde el punto de vista primitivo, lo poco sabido o lo no sabido, sino presignificante en tanto y cuanto un grado de intensidad que permite este movimiento que no hace a lo central. La semiótica distribuye los signos en su interior de acuerdo a un principio de homogeneidad: selecciona, recorta, discrimina, todo un proceso centrado en la preferencia y exclusión: Política de los signos que no obstante podría derivar en una pragmática. En cada régimen se van a dar todas estas variables posibles. Lo importante que encierra el régimen de signos, es que se trata de una semiótica que va más allá del lenguaje. Nunca se ven solos; los regímenes de signos son mixtos y cómo los regímenes de signos producen transformaciones y cómo se puede pasar de un régimen de signos a otros, marcando diferentes posiciones y distintas intensidades. La máquina-signo, o  la estructura maquínica del signo deviene pragmática como máquina abstracta diagramática. Sin embargo, para que los regímenes de signos se conviertan en una pragmática, deben todavía abandonar ciertos elementos que retardan o desaceleran el movimiento desterritorializado del signo. Esto es lo que nos permite tener una visión de los múltiples flujos y no quedar atrapados en un mono flujos. Sin embargo, para comprender la necesidad de una pragmática que libere los signos de las semióticas, sobrevive la tarea de mostrar que no hay razón alguna en el lenguaje para conceder privilegio alguno a una semiótica en particular, y luego sondear el estatuto del signo al interior de la que hasta ahora se ha considerado como la principal: la semiótica significante. La performatividad es la acción continua del discurso, también puede ser la acción continua de un sistema de signos. El punto importante es convertir los discursos en acciones. Una persona actúa basándose en su propio sistema semiótico, performando su propia identidad construida de signos que ha obtenido durante toda su vida. Los regímenes de signos o semióticas que articulan lenguajes contingentes pueden ser comprendidos como “agenciamientos” en la medida en que el mismo lenguaje no puede ser sino apropiado o “reterritorializado”, puesto en marcha en un tierra o en un contexto determinado. Como expone Butler en su libro Marcos de Guerra (Paidós, 2010), el sujeto es violentado desde el momento en el que nace, pues se le asigna un género y con éste devienen una infinidad de signos adheridos a éste, los cuales generan un comportamiento esperado de los sujetos, reduciendo así sus verdades opciones de expresión humana. El sujeto está controlado con violencia pasiva desde el momento en el que nace. La técnica con su carácter titánico tampoco conoce límites. Un aspecto que es interesante notar con respecto al afán reterritorializador de la tecnociencia es su falta de reconocimiento de esferas transcendentales y su falta de límites.  Si existe algo trascendente para la tecnociencia se trata únicamente del sujeto que conoce y modifica el mundo. Con la modernidad, y su abanderada la tecnociencia, presenciamos una forma de disolución de la ontología a lo fáctico, a lo cognoscible, a lo explicable en términos del sistema de la razón instrumental. Esto se da de un modo tal que cualquier elemento que  trascienda el sistema será inmediatamente negado y reabsorbido (un nombre bastante atractivo de este movimiento es el de una reducción de lo otro a lo mismo).
Esta máquina surca un territorio, se imprime o deja una huella. Por tal motivo, para Deleuze-Guattari el lenguaje está lejos de revelarse desde un fondo que indica una suerte de “propiedad” de la palabra a la escolta de su origen: la palabra es usada, nada en ella habla de su esencia, salvo de la cualidad que le imprime tal o cual semiótica. Aquello a lo que la sociedad da la significación de lo “normal”, es la repetición continua de la performatividad de los discursos. Aquí es interesante notar como los actos normalizadores han devenido con gran variedad a través de las civilizaciones. El acto normalizador estará regulado de forma multidisciplinar donde podemos interceptar elementos como la economía, la geografía, el momento histórico, la cultura y, actualmente, los medios de comunicación tradicionales: El cine, la radio, la televisión y la prensa. Si la performance ocurre en estos medios, el acto normalizador será asimilado más rápido y reproducido por la sociedad.
 La esencia del signo, en este sentido, no es otra cosa que lo que determina un determinado régimen. No debemos dejar de tomar en cuenta que así como el signo puede crear al sujeto, la sociedad también crea al signo.  Las semióticas dan forma al contexto de los signos, los someten a tal o cual prueba, los fuerzan a entrar en relación los unos con los otros moldeando así situaciones que desbordan lo lingüístico, para Deleuze, una semiótica es algo más y algo menos que lenguaje. Su operatividad desborda los límites del lenguaje revelando su injerencia en el orden social y político. Las semióticas al erigirse como un “orden” de los signos, hacen del lenguaje un problema político. No hay nada en la lengua que no corresponda a posiciones políticas al interior del lenguaje pues, como dice Deleuze-Guattari: “El lenguaje es un problema político, antes de ser un problema lingüístico; incluso la apreciación de grados de gramaticalidad es materia de política”. El lenguaje es uno de los elementos del mundo de la vida, pero como todo también puede ser visto desde la óptica de la razón. En este caso, el de la razón, tenemos en el lenguaje un vehículo de comunicación (medio-contenido), lo hace inspirándose en W. Benjamin, que llama a esto lenguaje burgués, por su afán con la producción y la efectividad. Si pensamos al lenguaje desde la razón, esta  reterritorializa sobre él. En ese momento nos empieza a normativizar sobre el uso del lenguaje, cómo escribir, cómo comunicar correctamente, eficientemente. Las preguntas sobre el lenguaje se dirigen a su funcionamiento como estructura o como sistema, porque la razón impone su modelo esquemático sobre todo lo que toca.
La gramaticalidad, por ejemplo, no es nada más que el orden que se impone al interior de un régimen de signos y que hegemoniza un determinado nexo entre las palabras para comunicar o, más bien, para que se haga notar que existe un la ley de la palabra (en cada lenguaje o cada régimen) a la que cada uno está sometido. La otra forma consiste en tomar al lenguaje ya no desde la razón con pretensiones de conocimiento, sino desde la esfera del mundo de la vida. Esto significa retroceder en nuestras pretensiones de conocimiento y atender al modo en que experimentamos el lenguaje como forma de vida, como elemento constitutivo o constituyente de nuestro mundo.
Las “multiplicidades” conforman la propia realidad de Deleuze y Guattari, lo que implica superar las dicotomías entre consciente e inconsciente, historia y naturaleza, cuerpo y alma. Aunque ellos reconozcan que subjetividades, totalizaciones y unificaciones “son procesos que se producen y aparecen en las multiplicidades” estas “no suponen ninguna unidad, no entran en ninguna totalidad y tampoco remiten a un sujeto” (Deleuze y Guattari, 1995/2004, pfo a8).
En  Mil Mesetas Deleuze y Guattari muestran la existencia coexistencia, conexión y mixtura de diversos regímenes de signos: Régimen Significante, Presignificante, Postsignificante y Contrasignificante. En Mil Mesetas quedan claramente establecidos los caracteres de un rizoma. “El rizoma pone en juego regímenes de signos muy distintos e incluso estados de no-signos. Sin embargo, como repiten constantemente los autores, este listado no intenta ser una historia de los distintos regímenes, ni menos pretende agotar sus tipos, al contrario, lo que se pretende es mostrar que pueden coincidir en un mismo momento distintos regímenes. El rizoma no se deja reducir ni a lo Uno, ni a lo Múltiple. No está hecho de unidades, sino de dimensiones, o más bien de direcciones cambiantes. No siendo éstos tampoco privativos de un pueblo o momento histórico, o bien, mostrar la necesidad de algunos regímenes de mezclarse, u obtener elementos u cualidades que se hallan en otro régimen pues, toda semiótica requiere un cruce para una transacción que crea o deriva en la mixtura entre semióticas. Lo que tenemos en las semióticas es hibrides entre regímenes. No tiene ni principio ni fin, siempre tiene un medio por el que crece y desborda. Contrariamente a una estructura, que se define por un conjunto de puntos y posiciones, de relaciones binarias entre esos puntos y de relaciones biunívocas entre esas posiciones, el rizoma sólo está hecho de líneas: líneas de segmentariedad, de estratificación, como dimensiones, pero también líneas de fuga o de desterritorialización como dimensión máxima según la cual, siguiéndola, la multiplicidad se metamorfosea al cambiar de naturaleza” (Deleuze y Guatari, 1997, p.423).
Saussure se diferencia de los demás lingüistas de su época, al crear el objeto llamado lengua, luego de plantear que “… la realidad del lenguaje es inclasificable  en tanto es al mismo tiempo física, fisiológica y psíquica, así como individual y social.” (Carbajal, 2003: 22).La lengua es entonces  para Saussure una parte del lenguaje que permite a la sociedad hacer uso de esta facultad gracias a una convención o acuerdo, y el acto mismo lo llama el habla. Los signos (entidad psíquica), compuestos por un concepto (significado), y la huella psíquica del mismo -o imagen acústica- (significante), son los elementos que componen la lengua. El signo, de acuerdo a la lingüística saussuriana  posee una dependencia intrínseca a la relación del significado y el significante y, según los planteamientos del psicoanálisis, el privilegio se halla del lado del significante por su excedencia y redundancia, por su repetición que da forma a la cadena significante: “el significante es el signo que redunda con el signo”. En cuanto a la semiótica significante, la que la sobrecodificación es efectuada plenamente por el significante y el aparato de Estado que lo emite; hay uniformización de la enunciación, unificación de la sustancia de expresión, control de los enunciados en un régimen de circularidad; la desterritorialización relativa es llevada aquí hasta el límite en una referencia constante y redundante del signo al signo.
 Para Lacan, precisamente esta idea determinará la superioridad o dominio del régimen del significante. Saussure plantea, que la unión entre significado y significante es indisoluble ya que existe un vínculo entre ambos y una implicación recíproca y así la lengua se constituye a partir del continuo que forman las ideas y los sonidos.
Lacan va a leer a Saussure desde Freud, y así se va a cuestionar el signo saussureano, planteando una nueva notación, que a modo de cálculo va a determinar una serie de operaciones ordenadas: el algoritmo.
Lacan le atribuye una primacía al significante por encima del significado invirtiendo sus posiciones, y se deshace de la elipse (que implicaba la unión indisoluble entre ambos) y de las flechas que marcaban la reciprocidad y el paralelismo. La barra que para Saussure denotaba relación, aparece con Lacan más ancha, indicando separación y resistencia; indicando la represión, como barrera entre consciente e inconsciente. Para el psicoanalista, siempre estamos en presencia de significantes aunque desconozcamos por completo los significados: “todavía no se trata de saber lo que tal signo significa, sino a qué otros signos remite…”. Procesión significante. Repetición de signos que asegura el carácter lineal infinito de la cadena en la que se hace abstracción del contenido: desterritorialización del signo, vaciamiento que permite que el signo vuelva en otro estado de cosas independiente, por lo que el signo es sólo “símbolo” de algo que permanece oculto y que sin embargo puede verse a través de la remisión del signo al signo, índice de su desterritorialización relativa. La semiótica contrasignificante, en la que la sobrecodificación es asegurada por el Número como forma de expresión o de enunciación, y por la Máquina de guerra de la que depende; la desterritorialización sigue una línea de destrucción o de abolición activa.
La semiótica postsignificante, en la que la sobrecodificación es asegurada por la redundancia de la conciencia; se produce una subjetivación de la enunciación en una línea pasional que hace inmanente la organización de poder, y eleva la desterritorialización al absoluto, aunque de una manera todavía negativa.
No obstante “el signo que remite al signo está afectado de una extraña impotencia, de una incertidumbre, pero potente es el significante que constituye la cadena”, la impotencia de que el significado sea nada más que la red en que se tejen los significantes, y la potencia de que el manejo de la cadena quede al arbitrio de un intérprete: “Régimen despótico paranoico” en el que la amenaza de retorno significante coincide con emergencia de la culpa ceñida a la finitud del sometido: “me persigue pero adivino sus intenciones”. Como sujetos de la cultura –seres sociales– sobra aclarar el hecho de que estamos inmersos en un mundo de representaciones simbólicas, y el significante es la unidad constitutiva del orden simbólico. Los seres humanos habitamos en el lenguaje, significando esto, que las relaciones de los seres humanos con el mundo y con los demás seres humanos, estarán siempre mediadas por significantes  y no seremos otra cosa, sino lo que representa para otro significante: “un sujeto es representado por un significante para otro significante (Lacan citado por Carmona, 2002: 191).
Un significante siempre va a remitir a otro significante, y la diferencia que existe entre una significante y otro,  será lo que les hace cobrar sentido: a saber, la cadena significante. Así, el significante no sólo nos representa, sino que nos hace humanos, nos da un lugar y constituye la materia de la cual está formado el vínculo social.
Pero además, la mencionada circularidad es asegurada por el interprete que es quien agrega o recarga significantes a la cadena, encargado de interpretar en ellos la significancia que, ya no permanece oculta, sino preñada de significados que sostienen al sometido. Los regímenes de signos coexisten.
Cada régimen de signos está dado por los niveles, líneas de la codificación, de las líneas de fuga, la sobrecodificación, la territorialización o la desterritorialización, que en algunos será más absoluta, en algunos serán líneas más negativas y también la variación de los niveles de intensidad que se va dando en cada uno.
En el régimen significante un signo remite invariablemente a otro signo. Si pensamos en un régimen significante donde un signo remite a otro signo, no podemos dejar de tener en cuenta la cuestión del centro, a partir de un centro invariablemente todo sale de un centro y todo vuelve a ese centro, por la idea de lo uno de lo mismo, donde un movimiento no presenta mayor movimiento, donde todo movimiento que se da es para volver al mismo lugar.
En cambio, en el presignificante, hay una menor sobrecodificación. Cuando hablamos de presignificante, no lo pensamos desde el punto de vista primitivo, lo poco sabido o lo no sabido, sino presignificante en tanto y cuanto un grado de intensidad que permite este movimiento que no hace a lo central.
En cada régimen se van a dar todas estas variables posibles. Lo importante que encierra el régimen de signos, es que se trata de una semiótica que va más allá del lenguaje. Nunca se ven solos; los regímenes de signos son mixtos y cómo los regímenes de signos producen transformaciones y cómo se puede pasar de un régimen de signos a otros, marcando diferentes posiciones y distintas intensidades.
Hay estructuras que resultan de la relación de un sujeto con un otro  (de un significante que representa a un sujeto para otro significante), y es por medio de la escritura de esta cadena simbólica (particular en cada caso) que es posible reconocer la existencia de lo constante de las relaciones y  la incompletud propia de cada sujeto (la castración) que deviene dividido entre significante y significado.
Así, es posible comprender, como el sujeto del inconsciente (dividido), está inmerso en un mundo simbólico que le antecede, y que lo inserta en un mundo no solo de representaciones, sino de leyes culturales, y es la represión la que va a permitir al sujeto ser parte de esta cultura y sus leyes. Es la represión la que le permitirá ignorar sus deseos inconscientes y así poder funcionar de una manera socialmente aceptada. Esto implica no sólo que el sujeto desconoce la verdad acerca de su deseo, sino que es el mundo simbólico el que va a encuadrar la pulsión, el goce y el deseo en un marco de legalidad y por ende de prohibición. Ahora bien, son las formaciones del inconsciente, el síntoma, los lapsus los sueños y el chiste  las que nos permiten acceder a  algo del sujeto del inconsciente, que está inmerso en esta red simbólica que es la cultura y que desconoce sus propios deseos.
Para Deleuze-Guattari, la cadena es infinita gracias a que en un primer momento el significado estaba implícito en ella como un “continoum amorfo”, pero en un segundo momento, basta con seguirla, basta con que el significante vuelva o se conecte para saber que hay algo (significado) oculto: he ahí donde radica la supremacía del significante, la incertidumbre y la impotencia están de nuestra parte pero su más alta potencia del lado del intérprete: el significado velado es siempre susceptible de ser interpretado. Como signo, en tanto algo que representa algo para alguien; así el síntoma dice algo del sujeto para el analista, y aunque el sujeto intente explicar algo de su síntoma, jamás podrá dar cuenta de de éste en su totalidad.
El síntoma como significante, en tanto experiencia involuntaria para el sujeto (fuera de la consciencia), que no significa nada para él (simplemente es) y que va a aparecer ligado al concepto de repetición. Así, ningún síntoma va a tener un sentido universal, ya que al igual que el significante, va a ser producto de la historia singular de cada sujeto.
El síntoma al igual que el significante, tienen un significado cifrado; el sujeto desconoce, qué es lo que el síntoma dice de su historia y de la relación con su goce, e intentará  formular una teoría que diga algo de su sufrimiento, sin embargo, su síntoma, como el mensaje, nunca es literal.
 Precisamente, la conexión entre significantes es asegurada  por el que puede interpretar las señas que hace el signo en el significante: nacimiento del adivino o del sacerdote que distribuye los significados amparado en la cualidad representativa de su sistema. Al introducir la reflexión estructuralista lo discontinuo, la diferencia, la diseminación, va más allá de sus límites. La desterritorialización relativa del signo opera gracias a que el éxito de la cadena depende de que el significado pueda ser representado en una multiplicidad de signos, y por ello, pues, puede decirse que, si el significado se desplaza de través por la cadena significante, es porque siempre dice más de lo que muestra o, lo que es lo mismo, se muestra siempre a condición de esconder el “fundamento” de su emergencia: siempre hay algo en el fondo de lo que se deja ver: profundidad en la que se hallaría el sustento de lo real, fundamento de lo “meramente aparente” que sólo el interprete está incondiciones de señalar (legalidad de la interpretación), y que sin embargo es siempre una interpretación, por lo que ese fondo último es una X que sólo fundamenta la infinitud de la interpretación asegurada por la producción de significantes. La teoría de las multiplicidades de Deleuze y Guattari  situa la diferencia  a través de los conceptos de territorialización, desterritorialización y reteritorialización. Como puede verse, lo que importa no es tanto el significado -que desde hace mucho a pasado a ser un incógnita que no nos atormenta y con la cual podemos vivir-, ni siquiera el signo como índice de un estado de cosas, lo que importa, lo de real que tiene esta magnitud es la relación formal de éste en la cadena de significantes, en la que se hace abstracción de todo lo contenido en él (desterritorialización relativa del signo), esto es pues lo que hace que el significante sobreviva al estado de cosas particular, esa es la condición de su repetición: “…el signo sobrevive tanto a su estado de cosas como a su significado, salta como un animal o como un muerto para volver a ocupar su puesto en la cadena e investir un nuevo estado, un nuevo significado del que todavía se extrae, impresión de eterno retorno”. Circularidad de la cadena dada por la repetición del signo, por su redundancia es clave para dar cuenta con lo que entiende Deleuze del problema del signo y en esto vemos, como siempre se da en su pensamiento, la impronta de Nietzsche. Frente al sistematismo de la estructura, que niega la individualidad y el acontecimiento, el postestructuralismo afirmará lo fortuito, lo aleatorio, la diferencia y trata de superar la tendencia de contemplar la realidad como la unión de opuestos. Pero, la cadena no sólo se extiende hasta el infinito sino que su vuelta es asegurada por la adhesión de nuevos significantes por parte del intérprete que guarda como su sitio ad-hoc el centro de significancia. Y, sin embargo, todavía queda algo del lado del sujeto cautivo: “Saltar de un círculo a otro, desplazar siempre la escena, representarla en otra parte, es la operación histérica del tramposo como sujeto que responde a la operación paranoica del déspota instalado en su centro de significancia”. Estas miradas han superado el discurso filosófico y lo han ubicado en una encrucijada en la que confluyen diferentes prácticas disciplinarias, como la lingüística, la antropología, la teoría literaria, la historia, la sociología, la geografía, entre otras, favoreciendo la emergencia de los estudios culturales.
En Occidente  los dispositivos de individualidad pueden analizarse entre otros, desde la historia del arte. En ella puede rastrearse «la invención del rostro» contenida en el retrato. Sería en el Ars Nova con un pintor, un tal Jan van Eyck (1390-1441) quien en pinturas como El retrato de los Arnolfini (1434), crearía un estilo pictórico “sin referencia religiosa” (pues antes la técnica era usada exclusivamente para el papado en turno) ilustrando la intimidad doméstica del comerciante pre-capitalista, quien “es el prototipo del individuo moderno” (porque solo él podía costear un lienzo así). El retrato se seculariza a la par de que se pasa de la Edad Media al Renacimiento mediante la transformación de «la axiología corporal», o sea el dejar de concebir el cuerpo en relación con el cosmos, yéndose de paso incluso hasta la des-posesión comunitaria de la carne y los huesos. La relación rostro-retrato es una relación contenido-continente que transformará la realidad tanto como la salida del geocentrismo tolemaico.
La firma del pintor también corrobora el nacimiento del individuo, y llegaría un momento que  realizarían sus propios auto-retratos. Aunque su origen sea  artístico y no científico, el retrato es un dispositivo de individualidad porque “no es percibido como un signo, una mirada, sino como una realidad que permite aprehender a la persona” (Ibíd., p.42). Aprehensión de la personalidad mediante un realismo visual que es  una de las principales innovaciones del Ars Nova , la representación tridimensional. No en vano «los rasgos» del individuo serán visibles para la posterioridad. Testimonio al óleo dispuesto para perdurar más allá de la muerte. La invención del rostro contribuye a la construcción de una socio-lógica en el sentido que da cuenta del nacimiento de una forma de individualidad, cuya repercusión colectiva pasa a través del funcionamiento de la mayoría de las «instituciones de secuestro». Los distintos dispositivos de individualidad, como estrategias históricamente situadas de identificación subjetiva, serán «tecnologías políticas» que recurren más a rasgos fenotípicos que a genotípicos. Esto se debe al principio de inmediatez que se pone en juego con las apariencias. El rostro es como una pantalla que permite visualizar la experiencia interna y que a medida que vamos creciendo parece transformarse de acuerdo a nuestras vivencias. Miradas-heridas por culpas no enmendadas, sonrisas maliciosas del mala-leche; asombros e impresiones que (de) forman la faz como el terreno a la topografía.
 En la antigüedad y el Medioevo a los adúlteros se les estigmatizó tatuando o marcando sus rostros o bien con enormes máscaras de la fauna local. Práctica punitiva de negación de una integridad u ocultamiento facial que tendría que esperar hasta la modernidad para ser suprimida, el rostro humano es el mejor suministro de las primera impresiones (las que cuentan) en la presentación cotidiana de la persona. Los reos reincidentes codifican las condenas que habrán de pagar con el tatuaje de una lágrima debajo de los ojos. Los jóvenes se perforan en diversos sitios del rostro y para el discurso psicoanalítico cada agujero corresponde a una relación significativa con el otro. El maquillaje aplicado sobre el rostro de las mujeres ha representado para su historia cultural una práctica mágica. El rostro, procede en el «más -acá» del mundo. De ahí que el retrato  de los sujetos sea otro instrumento de la «sociedad panóptica». Para el psicoanálisis el rostro tendría una implicación en la construcción del yo con el «Estadio del espejo» de Jacques Lacan, cuando el sujeto (siendo un bebe) se identifique con el reflejo de su rostro. El mito de Narciso fue re-interpretado por Jean Baudrillard en De la seducción (1988) al señalar como forma radical de seducción el enamoramiento de sí mismo que sufre el personaje mitológico al recordar a su hermana gemela en el reflejo del agua.
Mil mesetas (1995) no será  la primera obra en la que se toque el tema del rostro por los esquizoanalistas. Deleuze en solitario ya hablaría en Lógica del sentido de como el rostro es casi «un lugar común», pero será en el segundo libro en co-autoría con el psiquiatra y militante comunista Guatarri, donde las reflexiones en torno a la cara del hombre occidental se consolidarían como una propuesta original, sobre todo al poder conceptuar a través de la inteligibilidad del rostro una nueva forma de topos aplicado a paisajes y arquitecturas. Es así como el régimen de rostridad no es exclusivo del cráneo humano. Lo que para Le Breton (2002) es una «geografía del rostro» en la que la boca y los ojos pueden abrirse o cerrarse, es reducido por los filósofos a una «pared blanca y unos hoyos negros». La rostridad descrita por los autores parte del hombre occidental representado por Jesucristo. Todo se «rostrifica» mientras que el rostro se desincorpora de la cabeza. El fetichismo está ahí para crearle agujeros negros y genitales a los objetos. Para Deleuze-Guattari el rostro no es en sí mismo un dispositivo de individualidad empero si una tecnología política. El rostro es un mapa: una política: una redundancia: el rostro es “el verdadero porta-voz” (Deleuze-Guattari, 1997; p.182). Nuestro rostro no es nuestro. Es escindido por la maquina abstracta que ubica rostros y produciendo flujos de subjetividad, desechando unos rostros y prescribiendo otros. No se trata de una gesticulación sino de la instauración de un racismo que criminaliza la alteridad del hombre europeo. La maquina abstracta de rostrificación produce también ghettos. Producción / distribución semántica-sistemática del rostro según una organización sólida, rectangular o circular el rostro adquiere así su inteligibilidad. Hay una forma de resistencia («línea de fuga») al régimen de la rostridad: la difícil tarea de deshacer el rostro, pero advierten los filósofos que al hacerlo “se puede caer en la locura” (Ibíd, 1997; p.191). Así que el cuerpo sin rostro fisionado con el cuerpo sin órganos  serán formas de la esquizofrenia en el capitalismo.
Si es posible saltar de un círculo a otro, es porque el signo adquiere distintas velocidades dependiendo de la cualidad del régimen que lo reclama. Lo que importa es, precisamente, notar que la diferencia de velocidades permiten pensar un máximo de velocidad (desterritorialización absoluta) en que, ya no sólo evadimos la acción tiránica del signo en la cadena significante saltando de un círculo a otro, sino que, el signo se libera absolutamente del régimen que lo determina. En torno a dos ejes, eje de significancia y eje de subjetivación se despliega el análisis de la “rostridad” o “semblante”. Eran dos semióticas muy distintas, o incluso dos estratos. Pero la significancia es inseparable de una pared blanca sobre la que inscribe sus signos y sus redundancias. Y la subjetivación es inseparable de un agujero negro en el que sitúa su conciencia, su pasión, sus redundancias. Como sólo hay semióticas mixtas, o como los estratos van por lo menos de dos en dos, no debe extrañarnos que se monte un dispositivo muy especial en su intersección. Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza, perforado por unos ojos como agujero negro. Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza, perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clown, clown blanco, pierrot lunar, ángel de la muerte, santo sudario. El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe. En el lenguaje, la forma del significante, sus propias unidades quedarían indeterminadas si el eventual oyente no guiase sus opciones por el rostro del que habla. Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a los rasgos de rostridad específicos. Los rostros no son, en principio, individuales, definen zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes. De igual modo, la forma de la subjetividad, conciencia o pasión, quedaría absolutamente vacía si los rostros no constituyesen espacios de resonancia que seleccionan lo real mental o percibido, adecuándolo previamente a una realidad dominante. El rostro es redundancia. Y hace redundancia con las redundancias de significancia o de frecuencia, pero también con las de resonancia o de subjetividad. El rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivación para manifestarse; constituye el agujeo dero negr la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo.
 Sin embargo, esto sólo acontecerá una vez que se comprenda el signo en su positividad y para ello se requiere mencionar otro elemento que hace potente la acción del signo al interior de la cadena significante, por lo que debemos sumar otro elemento a la redundancia formal del signo en la cadena de significantes: la “rostridad” como sustancia de expresión particular que aglutina los significantes: “El rostro es el Icono característico del régimen significante, la reterritorialización intrínseca del sistema. El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe. En el lenguaje, la forma del significante, sus propias unidades quedarían indeterminadas si el eventual oyente no guiase sus opciones por el rostro del que habla. Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor,  no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a los rasgos de rostridad específicos. Los rostros no son, en principio, individuales, definen zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes. De igual modo, la forma de la subjetividad, conciencia o pasión, quedaría absolutamente vacía si los rostros no constituyesen espacios de resonancia que seleccionan lo real mental o percibido, adecuándolo previamente a una realidad dominante. El rostro es redundancia. Y hace redundancia con las redundancias de significancia o de frecuencia, pero también con las de resonancia o de subjetividad. El rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivación para manifestarse; constituye el agujeo cero- negro, la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo.
 El significante se reterritorializa en el rostro. El rostro proporciona la sustancia del significante, da interpretar, y cambia, cambia de rasgos cuando la interpretación vuelve a proporcionar significante a su sustancia".
Ahora bien, debemos considerar dos aspectos: por un lado, estas semióticas, incluso si se hace abstracción de las formas de contenido, son concretas, pero únicamente en la medida en que son mixtas, en que constituyen combinaciones mixtas. Esto es lo que nos permite tener una visión de los múltiples flujos y no quedar atrapados en un mono flujo.
El rostro asegura la efectividad de la representación en la redundancia del significante, más aún permite la operación de selección. El rostro es, en gran medida, el comienzo de la cadena, su motor, eje del agenciamiento de poder (que por lo demás se encarga de ocultar el nexo existente entre la interpretación y el despotismo de su ejercicio). No es exactamente el rostro el que constituye la pared del significante, o el agujero de la subjetividad. El rostro, al menos el rostro concreto, comenzaría a dibujarse vagamente sobre la pared blanca, sobre una pantalla. Comenzaría a aparecer vagamente “en” el agujero negro. En el cine, el primer plano de un rostro oscila entre dos polos: hacer que el rostro refleje la luz, o, al contrario, marcar las sombras hasta hundirlo “en la más implacable obscuridad”. El rostro es un percepto visual que cristaliza a partir “de las diversas variedades de luminosidades difusas, sin forma ni dimensión”. Sugestiva blancura, agujero capturante, rostro. El agujero negro sin dimensión, la pared-pantalla blanca sin forma ya estarían en principio ahí. Y en ese sistema, ya serían posibles muchas combinaciones. Los rostros concretos nacen de una máquina abstracta de rostridad, que va a producirlos al mismo tiempo que proporciona al significante su pared blanca, a la subjetividad su agujero negro. Así pues, el sistema agujero negro-pared blanca todavía no sería un rostro, sería la máquina abstracta la que lo produce, según las combinaciones deformables de sus engranajes. Pero no esperemos que la máquina abstracta se parezca a lo que produce, o a lo que va a producir.
Todo parte con el rostro: rostro como cuerpo del significante, como lo que sensibiliza la abstracción del signo en la circulación de los significantes, como la superficie del centro de significancia, como lo que ancla, todavía, la existencia a la subjetividad, a la humanidad y que, por lo tanto, impide otros devenires.
El rostro asegura, en definitiva, el reconocimiento y por tanto integración de lo que formará parte de la cadena, por lo que asegura también la entrada de nuevos signos en la cadena significante. Opuesto al rostro, siguiendo una línea de fuga más allá de la humanidad hasta el devenir animal, se halla el cuerpo del torturado: “El torturado es fundamentalmente el que pierde su rostro, y que entra en un devenir animal, en un devenir molecular cuyas cenizas se arrojan al viento”.
Pero más allá del torturado se halla el excluido, el resto de la operación selectiva que define la entrada de los signos en la cadena significante. El excluido, es justamente, el que escapa a la redundancia del signo, es lo que no vuelve sino como “diferencia”, motivo por el cual se convertirá en el elemento para el sacrificio para así no causar la deriva del sistema, asegurando la homogeneidad, normalidad y cohesión en su interior. A diferencia del torturado, el excluido, el sin rostro, pierde los rasgos de humanidad y entra efectivamente en el devenir animal, marginado y condenado a errar pues su movimiento no se ajusta a la Circularidad de la cadena. El torturado, en cambio, aun guarda elementos de rostridad: es el símbolo de aquello que se identifica con lo que aún puede formar parte, de lo que aún puede ajustarse a la regularidad de lo que permanece al interior del sistema (tortura como pedagogía del signo).
En la fenomenología se había repetido el  olvido lingüístico que ya caracterizó al idealismo transcendental y que pareció confirmarse en la crítica de Herder al giro transcendental kantiano. El lenguaje no encontró un sitio de honor ni siquiera en la dialéctica y la lógica hegeliana.  Hegel aludió alguna vez al instinto lógico del lenguaje, cuya anticipación especulativa del Absoluto dio origen a la Lógica hegeliana. En realidad, tras  la metafísica analizada por Kant, el aporte de Hegel al lenguaje de la filosofía fue de gran relevancia. Hegel destacó la gran labor de Aristóteles en la formación del lenguaje y de los conceptos, y siguió su ejemplo al intentar salvar en el lenguaje del concepto mucho del espíritu de su lengua materna (Gadamer, 1986, p.254). Esta circunstancia le ha acarreado el inconveniente de la intraducibilidad, una barrera que ha sido insalvable durante más de un siglo y que hoy sigue constituyendo un obstáculo difícil de franquear. Pero lo cierto es que tampoco Hegel otorgó al lenguaje un puesto central (Remo Bodei, 2001, p.145). En Heidegger se repitió una irrupción parecida, aún más vigorosa, de impulso lingüístico originario en la esfera del pensamiento. A ello contribuyó su recurso a la originariedad del lenguaje filosófico griego (Remo Bodei, 2001, p.65). Volviendo ahora a la rostridad, debemos decir lo siguiente.Lo importante es ahora notar que la línea de fuga que dibuja el excluido posee también un valor positivo que indica el camino del signo hasta su desterritorialización absoluta, más allá de la interpretación, representación y reconocimiento, más allá de la integración a un sistema: el excluido es aquel que ha sido devuelto a su cuerpo: “La representación desencarna el cuerpo, no se da forma sin contornear el cuerpo y quitarle su afuera, sin poner el afuera en el exterior en lugar de implicarlo, la representación aísla el cuerpo, lo separa de lo que él puede…”.
Millares, en las pinturas del Homúnculo, al igual que en las pinturas de Picasso, no está delante como un objeto que puede ser registrado perceptualmente pero es perceptual y está delante: está como otro que puede ser un yo. Se trta de captar su densidad, la intensidad de su dinamismo vital, de su convulsión. En el fondo de sus homúnculos existe la pretensión de no ocultar nada del otro, pero sólo es posible cuando el artista se percibe a su vez, como ese otro representado, pues sólo entonces tendrá pleno conocimiento de lo que el cuerpo y su agitación significan. Captándose de esta manera tiene que enfrentarse siempre y luchar con el objeto que construye, un ser metamorfo apenas hominizado, “nacido en trapos”. Existe un dinamismo constante entre el yo y el otro que no se resuelve mediante la proyección de imágenes elaboradas del sujeto, sino en la obsesiva pretensión de representarse y en la necesidad de ser otro, ese que está ahí, enfrente, y que para poder hacerlo tendrá que desprenderse de cualquier inhibición y pudor y ofrecerse, en la superficie de un lienzo, en el papel, como lo que es. En el mismo instante que se percibe como otro se retira hacia sí mismo tal vez, atemorizado por lo que ve, pero lo que ve, no es sino él mismo: aquello que vemos no es sino a nosotros mismos (Bozal,2013,p.199).
Muchos son los medios por lo que se ha intentado volver al cuerpo: como ejemplo tenemos la filosofía Spinoza, la pintura de Francis Bacon y la literatura de Jean Genet, el cine de Jean-Luc Godard, la matemática de René Thom. En el caso de Spinoza y Bacon se produce a desvalorización de la conciencia en beneficio del cuerpo y su potencia, una desvalorización del discurso en pro de la experimentación de lo inconsciente que yace aún en el cuerpo; desacreditar tiene entonces un sentido bien preciso: operar según la inmanencia de la experimentación ( Potel, Horacio, Internet). Desde la historia del arte puede rastrearse la historia de Occidente en relación a los dispositivos de individualidad. «la invención del rostro» contenida en el retrato. Sería en el Ars Nova con Jan van Eyck (1390-1441) quien en pinturas como El retrato de los Arnolfini (1434), crearía un estilo pictórico “sin referencia religiosa” (pues antes la técnica era usada exclusivamente para el papado en turno) ilustrando la intimidad doméstica del comerciante pre-capitalista, quien “es el prototipo del individuo moderno” (porque solo él podía costear un lienzo así). El retrato se seculariza a la par de que se pasa de la Edad Media al Renacimiento mediante la transformación de «la axiología corporal», o sea el dejar de concebir el cuerpo en relación con el cosmos, yéndose de paso incluso hasta la des-posesión comunitaria de la carne y los huesos. La relación rostro-retrato es una relación contenido-continente que transformará la realidad tanto como la salida del geocentrismo tolemaico. O en palabras de Le Breton: “El rostro es la marca de una persona. De ahí su uso social en una sociedad en la que el individuo comienza a afirmarse con lentitud. La promoción histórica del individuo señala, paralelamente, la del cuerpo y, especialmente, la del rostro (…) La nueva inquietud por la importancia lleva al desarrollo de un arte centrado directamente en la persona y provoca un refinamiento en la representación de los rasgos, una preocupación por la singularidad del sujeto, ignorada socialmente en los siglos anteriores. El individualismo le pone la firma a la aparición del hombre encerrado” (Le Breton, 2002, p.59).
Durante varios siglos el cuerpo humano como objeto de estudio o representación ha mantenido la atención de científicos, filósofos y artista. Desde los primeros trabajos anatómicos (con Vesalio y Da Vinci) hasta la perfomance en el arte moderno (Orlan, Stelarc, la Conge, etc), el ojo ha fijado en lo corpóreo unos límites de concreción para el pensamiento. Conviene aclarar que el concepto «cuerpo» no es privativo de la constitución física de hombres y mujeres. Deleuze en Lógica del Sentido (1969) lo utiliza en su justa polisemia al referirse también a todos los estados de la materia, hablando p. eje. de cuerpos gaseosos. Thomas Hobbes hiciera lo mismo (muchos) años antes con su Tratado del cuerpo (1655); Descartes desde un punto de vista mecanicista hablaría en Las pasiones del alma (1649) de la relación muscular con la percepción. Sin embargo en la búsqueda de una significación amplia y a la vez restringida de lo corporal la filosofía contemporánea (Deleuze y Guattari, 1997; Sloterdijk, 2003) ha particularizado la reflexión analizando uno de los elementos más significativos como loes el rostro, que es “la parte más individualizada, más singular [del cuerpo]” diría LeBretón (2002, p.43). Así, el análisis social del rostro humano finalmente quedará relativamente circunscrito a la sociología del cuerpo.
Martín Chirino, antes de realizar su serie Inquisidores, había ya realizado algunas piezas de acusado carácter dramático y marcado lenguaje gestual. En los años sesenta se centra en la representación de una máscara –rostro, el del inquisidor, que simultáneamente puede ser instrumento de tortura. Forjado a partir de una lámina continúa, sube formando el perfil ddel rostro para volver sobre sí mismo y terminar, agresivamente, en el punto que ha partido. La violencia se desprende tanto del material, de su dureza y trabajo, cuanto de la forma, y continúa acentuándose en piezas peosteiores de la serie.
Millares además de varios autorretratos  también realiza una serie sobre el Inquisidor Torquemada y FelipeII como metáforas del oscurantismo franquista y la represión  sociopolítica de la época.
Potencia de ser flujo que crece y decrece con nuestra propia vida y que sólo se alcanza al ser experimentada en un pensamiento que deviene experiencia. A partir del capítulo número siete de Mil Mesetas llamado “Año cero – Rostridad”, el pensamiento deviene lo otro de sí, a partir de los encuentros que la echan a andar y la convierten, en palabras de Deleuze, en una máquina de guerra que se enfrenta a la sobrecodificaciones de la máquina abstracta del estado. Al introducirnos en el tema de la rostridad, y abordar en primer lugar el concepto de máquina abstracta, pues si bien no hay que esperar que la máquina abstracta se parezca a lo que produce, observamos que es de ella que nace el rostro. Una máquina abstracta de rostridad produce rostros.
En el caso de Genet, la palabra no acompaña la acción, por el contrario es la propia vida la que se convierte en experimento literario o en una práctica literaria en un devenir que arrastra el cuerpo a un umbral que desborda un régimen, sistema u organización trascendente. Sólo de esta forma puede concebirse la novedad, el encuentro con aquello que no es susceptible de ser sometido a la rueda de significantes. Cuando nos referimos a la máquina abstracta tenemos que tener presente que sólo existe en lo físico, actúa en agenciamientos concretos que siempre son singulares e inmanentes. Son abstractas en el sentido que ignoran las formas y las sustancias, y son máquinas en tanto exceden toda mecánica. La máquina abstracta puede ser considerada como una “meseta” de variación continua que pone en juego distintas variables, es decir, que abren los agenciamientos a múltiples conexiones. Pero también hay que tener en cuenta que existen máquinas abstractas que los cierran, como una máquina abstracta de consignas que sobrecodifica el lenguaje, una máquina abstracta de esclavitud que sobrecodifica la tierra, o bien, el cuerpo sobrecodificado por una máquina abstracta de rostridad. El cuerpo es despojado de su intensidad y capturado por un rostro.
A partir de esta idea, Deleuze-Guattari reemplaza la pregunta kantiana por las condiciones trascendentales de toda experiencia posible, por la búsqueda de la emergencia de lo nuevo. De eso se trata cuando se habla de deshacer la rostridad y salir en la búsqueda de un devenir animal que rompa la rigurosidad de los estratos de  significancia y subjetividad, y en definitiva de todo régimen que ate al signo. El rostro forma parte de un sistema superficie-agujeros, una superficie agujereada que no tiene que ver con volumen y cavidad, se trata de una superficie, de un mapa que descodifica y sobrecodifica los cuerpos pasando a ser su primer plano y no un modelo-imagen más allá ideal.
El rostro es una pared blanca con agujeros negros. Construye una pared en tanto que necesaria para que el significante rebote y redunde en lo Mismo; a la vez que labra un agujero aglutinante y coagulante para que la subjetividad pueda manifestarse. Pared blanca significante y agujero negro de la subjetivación. El rostro permite un marco de significación y un modo de subjetivación, a la vez que los neutraliza de antemano, principalmente a toda expresión y conexión rebeldes a las significancias y subjetividades dominantes. En este sistema pared blanca-agujero negro todo redunda una y otra vez.
Al estratificar, las semióticas imponen trayectorias definidas a los signos, en unos casos, mediante la representación, y en otros en la función vertical y trascendente del rostro como cuerpo del significante: todo un organismo que hace funcionar precisamente el sistema a partir de la trascendencia del rostro, en la medida en que éste no es algo concreto (y no en ningún caso determina lo propio del individuo), y ni siquiera humano, al contrario, éste no es más que una política, un efecto de un agenciamiento de poder, “no es cuestión de ideología sino de economía y organización de poder”. Lo que trata el esquizoanálisis es de deshacer el rostro y las rostrificaciones para devenir imperceptible, para devenir animal. Desbaratar la máquina abstracta que lo sustenta y devolverle al cuerpo sus intensidades. Recuperar un Cuerpo sin Órganos asignificante y asubjetivo que ha sido desapropiado de lo que puede. Cuerpo al que le han separado la cabeza para convertirla en rostridad, y que luego lo terminará tomando por completo. La potencia intensiva del cuerpo ha sido capturada en redundancias y rigideces que operan despóticamente en su expresión y autoritariamente en la conciencia.
Desestatificar o deshacer la rostridad implica ingresar en una máquina abstracta de un funcionamiento distinto al de la semiótica significante: “En sí misma una máquina abstracta no es más física o corporal que semiótica, es diagramática (ignora tanto más la distinción entre lo natural y lo artificial. Actúa por materia, y no por sustancia; por función, y no por forma…”. Como cabeza que no piensa por sí misma y órgano que aglutina y organiza en un punto todas las distribuciones subjetivas. De hecho Deleuze y Guattari hacen una crítica a Lacan, referida a su Estadio del espejo, en el que dicen que el espejo sólo es secundario con relación a la pared blanca de la rostridad. El espejo-pared blanca hace rebotar las significaciones, y los agujeros negros organizan un supuesto cuerpo parcializado alrededor de una subjetividad que no podrá escapar de esa imagen redundante.
En mayor o menor medida la consecuencia que en definitiva sufrimos, es la de terminar componiendo un Frankestein. En esto son radicales, pues el cuerpo no tiene que ver con objetos parciales, sino con velocidades diferenciales.
Esta “función” diagramática de la máquina abstracta hará posible el encuentro con el signo y la emergencia de lo nuevo, en ésta el signo se traduce a un nivel en donde se abandonan las operaciones amparadas en la trascendencia de la semiótica, vale decir, en las labores de codificación efectuadas principalmente a través de la interpretación, al contrario, en el nivel diagramático la tarea consiste en deshacer o deconstruir los medios que llevan a la representación. En el análisis deleuziano de la obra de Bacon, por ejemplo, se hace ver como ésta se caracterizaba por romper con las coordenadas figurativas, por la irrupción de trazos al azar sobre la tela como primer paso “más allá” de la representación en la pintura, y, para ello requiere pues de la creación de un espacio erigido fuera de las condiciones de la figuración. El rostro no deja pasar estas velocidades a través de su pared blanca, y en sus agujeros negros las lentifica, coagula y aglutina a condición de hacerlas coincidir en un punto de subjetivación.
El espejo desterritorializa al infans de su territorio esquizo y lo reterritorializa en un mundo menos animal, un mundo organizado y estratificado. Pliega un estrato en su inmanencia. Esta desterritorialización llegará a ser absoluta cuando haga salir la cabeza del estrato del organismo para conectarla con los estratos de significancia y subjetivación. De esta manera el diagrama evita caer en el reconocimiento de las formas, generando una apertura hacia lo nuevo o hacia el signo de lo porvenir, donde la misma idea de signo desaparece o deja tener importancia pues se abre al encuentro de una función-signo, a un flujo o un devenir imperceptible: en la maquina abstracta ya ni siquiera puede hablarse de signos, pues las coordenadas han adquirido una velocidad absoluta en que los límites se difuminan abriendo paso a lo porvenir: “definida por su diagramatismo, una máquina abstracta no es una infraestructura en última instancia, ni tampoco una Idea trascendente en suprema instancia. Más bien tiene un papel piloto. Pues una máquina abstracta o diagramática no funciona para representar, ni siquiera algo real, sino que construye un real futuro, un nuevo tipo de realidad”. 
El signo en la máquina abstracta diagramática ya no está organizado, no está fijado ni pertenece a un estrato en que es sometido a la tortura de la clasificación: “…los estratos sustancializan las materias diagramáticas, separan un plano formado de contenido y un plano formado de expresión, toman las expresiones y los contenidos, cada uno sustancializado y formalizado por su lado, en pinzas de doble articulación que aseguran su independencia y distinción real, y hacen que reine un dualismo que no cesa de reproducirse o dividirse”.
El problema fundamental de la estratificación consiste en la falsa división de planos supuestamente diferenciables real y lógicamente, en la separación, en la escisión de los planos de expresión y contenido: “Los principales estratos que maniatan al hombre son el organismo, pero también la significancia y la interpretación, la subjetivación y la sujeción. El conjunto de todos ellos nos separan del plan de consistencia y de la máquina abstracta, justo donde ya no hay regímenes de signos, pero donde la línea de fuga efectúa su propia positividad potencial, y la desterritorialización su potencia absoluta”. Para dar cuenta de que la reterritorialización no hay que confundirla con el retorno a una territorialidad primitiva, dicen que uno nunca se desterritorializa solo, que como mínimo siempre hay dos términos: mano-objeto, boca-seno, rostro-paisaje en el que cada uno de estos términos se reterritorializa en el otro. Son elementos desterritorializados que le sirven al otro como territorialidad. Por esta característica de vecindad las llaman reterritorializaciones horizontales y complementarias.
Llegar al diagramatismo, actuar de acuerdo a la máquina abstracta implica salir del esquema trascendente de la representación y el reconocimiento, aunque ello, en verdad, no es nada fácil. No basta, como lo dice el mismo Deleuze, con dejar de hablar de sujeto para que deje de operar una función subjetiva en nuestro actuar. Hay que Diferenciar velocidad de intensidad, pues de los movimientos de los elementos en juego el más rápido no es forzosamente el más intenso o el más desterritorializado. El más rápido conecta su intensidad con el más lento, lo que no quiere decir que ésta le sucede, actúan simultáneamente a distintas velocidades. Una mira a un estrato y otra mira a otro. Desde aquí nuevamente desarticulamos el espejo lacaniano, al que se le da un carácter de precipitación o de anticipación al acto del infans.
Deshacer la rostridad y desestratificar corresponden más bien a un programa, a un ejercicio que constantemente es amenazado por la significancia, la subjetividad, la interpretación y la sujeción, en la medida en que estamos habituados al organismo, al orden y la medida impuestos por él. Ahora veremos otro modo de reterritorialización, la vertical, en la que se establece que el menos desterritorializado se reterritorializa en el más desterritorializado. Los ejes binarios boca-seno, mano-cuerpo, ojo-mirada especular, todos estos elemento en conjunto se reterritorializan en un paisaje mayor, pues son mirados por la máquina abstracta de rostrificación.
Por ello, este ejercicio ha de derivar en una pragmática, en un modo de relación con el lenguaje en particular, y con el mundo en general, de acuerdo a una práctica en que el signo funciona en su desterritorialización absoluta. Vale decir, como mero flujo, ya que en el misma organización, por ejemplo de los regímenes de signos del lenguaje, se deja ver la línea de fuga que nos puede llevar a la máquina abstracta. La máquina abstracta opera dos funciones, una de binarización y otra de selección. En la primera juega un papel de exclusión que a la vez incluye a los elementos que sólo deberán encajar en dos coordenadas, como ser: varón o mujer, rico o pobre, policía o ciudadano, adulto o niño, etc. En la segunda opta por sí o por no, la máquina juzgará si determinado rostro pasa o no pasa, si se ajusta o no se ajusta rechazando los rostros inadecuados. “El lenguaje remite a los regímenes de signos, y lo regímenes de signos a máquinas abstractas, a funciones diagramáticos y a agenciamientos maquínicos, que van más allá de toda semiología, de toda lingüística y de toda lógica… ‘Tras’ los enunciados y las semiotizaciones sólo hay máquinas, agenciamientos, movimientos de desterritorialización que atraviesan la estratificación de los diversos sistemas…”. Sólo es cuestión de ver “entre”, de ir “entre” las clasificaciones y las estratificaciones, de experimentar en el signo el llamado de lo porvenir, de lo nuevo, para ello toda forma de creación debe adquirir como pragmática, rasgos diagramáticos que permitan cruzar entre los diversos regímenes y semióticas. El rostro en su inhumanidad es una política, que como tal, produce una subjetividad y un régimen de significancia. Es decir, que el rostro no supone un significante ni un sujeto previos. Dado un agenciamiento concreto de poder despótico y autoritario se desencadena la máquina abstracta de rostridad pared blanca-agujero negro que establece una nueva semiótica de significancia y de subjetivación. Imperialismo que pretende aplastar todas las demás semióticas e imprimir las suyas en los cuerpos. Así como no puede haber agujeros sin pared blanca, tampoco hay pared blanca sin agujeros negros. El agujero negro de subjetivación se desplaza por la pared blanca de significación, así como el significante hace redundar a la subjetividad en lo mismo; y así, eternamente una cosa lleva a la Otra, y a la otra, y a la Otra.
A esta altura Deleuze y Guattari se preguntan ¿Cómo salir del agujero negro? ¿Cómo traspasar la pared? ¿Cómo deshacer el rostro? Si hasta Cristo ha fracasado en su salto rebotando en la pared. Es una cuestión de velocidad, incluso in situ; es una cuestión de devenir; pero de todos modos aclaran que deshacer el rostro no es tarea sencilla, incluso puede resultar peligrosa porque se puede caer en la locura. Si bien se requiere de gran prudencia, tampoco es un “retorno a”, una vuelta a lo primitivo, o una regresión; pues de esta manera se sigue permaneciendo en el mismo estrato, en una máquina de rostridad que en sí es un callejón sin salida. Sostiene el esquizoanálisis que el rostro es una política, trata entonces de hacer una política que deshaga los rostros, o sea otra política que provoque devenires reales. Deleuze seguirá diciendo entonces, que de lo que trata el esquizoanálisis es de buscar nuestros agujeros negros y paredes blancas para conocerlos y conocer sus rostros, nuestros rostros, pues es la única forma de trazar líneas de fuga y deshacerlos; ante el horror del rostro, devenir clandestino, hacer rizoma.
Deleuze mantiene rotundamente que: “El pensamiento no es nada sin algo que fuerce a pensar, sin algo que lo violente. Mucho más importante que el pensamiento es ‘lo que da a pensar’; mucho más importante que el filósofo, el poeta”( Deleuze y Guatari, 1997, p.236). En estas palabras vemos la impronta del pensamiento de Heidegger; incluso se reconocen sus “huellas” en el texto mismo; pero allí mismo se atisba rotundamente la diferencia abismal en esa aparente cercanía. Excluirá la corporeidad y la llevará a estratos de significancia y de subjetivación. Dicen textualmente: “Os clavarán en la pared blanca, os hundirán en el agujero negro. Esa máquina se denomina máquina de rostridad, puesto que es producción social de rostro, puesto que efectúa una rostrificación de todo el cuerpo, de sus entornos…”(C,f, p.237). Eso que fuerza a pensar es fuerza, flujo, cuerpo para Deleuze; en el fondo es la antípoda misma de lo que piensa Heidegger; pues para el filósofo alemán es esa misma fuerza la que nos ha impedido pensar… Aquí se da la unidad como la diferencia entre ambos pensadores; aquí se da el nudo que los cruza y los pierde en el laberinto. Ambos saben que el pensamiento se articula desde la poesía, desde eso que ambos llaman signo (el afuera), pero uno ve en el signo el agenciamiento mismo del cuerpo, de la materia, de la Figura, de la carne, del plano fílmico con todos sus borrosidades, grietas y pliegues; y el otro, en cambio, ve el signo desde ese despojamiento mismo en el cuerpo como tal, para que se dé de este modo la posibilidad radicalmente “propia” para el pensamiento; en verdad, es la “reducción” escolástica de Brentano, que perfora y constituye la fenomenología de Husserl, la que se lleva también a Heidegger y le permite pensar eso no-lógico que cierta mística y cierta poesía europea constituye su ser campesino. De allí que en Heidegger estemos atrapados en la aporía de la espera que en tanto espera paraliza y deja ser lo más horroroso de lo “propio” del Ereignis (en esa espera en lo “propio” que espera sin voluntad alguna y en silencio a veces se escucha la voz de un “Guía” que nos pierde y nos lleva a la destrucción más abismal del hombre); en cambio, para Deleuze no hay espera alguna, no hay secreto, no hay origen, no hay salto en y por lo absolutamente Otro . El signo ya acontece, ya se da, ya nos está atravesando en el juego mismo del cuerpo que somos, cuerpo siempre por hacer y entrecruzado por cuerpos y cuerpos de modo rizomático... El tono de Deleuze es siempre el de dar un “paso adelante”, un paso en la vida misma.
En todo caso, ambos Heidegger y Deleuze, concordarían en que: “Lo que fuerza a pensar, es el signo. El signo es el objeto de un encuentro; pero es precisamente la contingencia del encuentro lo que garantiza la necesidad de lo que da qué pensar”.
en el fondo es una cuestión de Signo.
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