Filosofía, literatura, psicoanálisis e historia del arte.

martes, 18 de noviembre de 2014

La estética pauperista

                  La Estética pauperista  en el arte contemporáneo

El arte contemporáneo, desde principios del s.XX hasta nuestros días, ha sentado las bases de una nueva manera de representar y de estar en el mundo. Y tal como acabamos de ver renueva el concepto de interpretación, señalando una nueva relación entre pulsión e interpretación. Los problemas que se suscitan con todo esto, sugieren la existencia de un nuevo “modo de visión” y de una actitud ante la obra de arte que parece inspirada en un modelo físico; en el que la expansión, la extensión, la multiplicación, la serialidad y la descentralidad, entrarían en la definición del sistema artístico, en el que se encuentra ahora la humanidad. En definitiva un nuevo modo de visión, de crítica e interpretación.
¿Pero qué lugar ocupa la estética en todo esto? Ese conocimiento de lo confuso, de la sensibilidad, de la manera que tiene el hombre de habitar la sensibilidad. Ese enunciado discursivo que incluye  repertorios de formas, una matriz de significados, un sujeto o canon, una semiótica o matriz de sentidos y lenguajes. Las diferentes estéticas presentan un operador continuo capaz de ordenar diversas tramas de sentido. En el caso que nos ocupa, este operador es “la pobreza”.
            Desde el futurismo, la idea constructiva se había fundado, en sus variantes y sus contradicciones, sobre los mitos y contra-mitos de la máquina. Las vacilaciones de algunos autores como Broch o Bruce Conner, sobre el mito y el contra-mito remiten a la dificultad misma de definir la naturaleza del relato mítico, puesto que el mito es ante todo un relato. El relato en su forma primordial es análogo al mito y al ensamblaje, porque puede apoderarse indiferentemente de cualquier material a condición de que su agente acabe por encontarse en él. El escritor o el artista moderno  sigue la huella y trata de pegar los trozos. Pero también debe adaptarse al orden de los hechos impuestos por una exigencia de sobriedad racional. Enfocar el análisis estético de diferentes formatos es desplegar un conjunto de ideas constructivas que integran diferentes proyectos y reflexiones acerca de los problemas del arte. Es la investigación sobre el pensamiento del arte.
La estética es la imagen clara de una torre de Babel. Hoy dentro de su ámbito se encuentran proyectos filosóficos muy variados y entre ellos poco compatibles. Ellos cubren la diversidad de opciones propias de la filosofía contemporánea, política, metafísica, analítica, social, fenomenologías diversas, estructuralismos, posestructuralismos, posmodernidades, etc, según los métodos contrastados que ellos desplieguen. Pueden ser cuestión de tal o cual corriente artística, de historia de las ideas o de la filosofía de la invención o la creación misma. O también pueden ser el resultado de las diferentes incursiones y prácticas a partir de la psicología, la sociología o el psicoanálisis. La estética y sus desarrollos  pueden ser el resultado de tendencias  susceptibles de abastecer  una orientación determinada en la reflexión, la variedad de inspiraciones o doctrinas. La estética es la reflexión filosófica de los problemas del arte, también de los problemas de la definición del arte. Se trata de una disciplina moderna de dos siglos y medio de existencia. Si bien en la Antigüedad ya estaba presente una reflexión sobre la belleza, la poesía, la política de estas disciplinas, ya que un arte no puede ignorar la fisicidad, la ilusión, el análisis de una figuración del todo interior a la vida misma. Por ejemplo, varias doctrinas estéticas han mantenido una indivisibilidad entre la intuición y la expresión; otras en cambio disocian la expresión de la extrinsecación. Como si de la imagen pudiese nacer sonido, color, sin un ejercicio concreto sobre la fisicidad; sin un continuo referirse a un soporte y a una sugerencia. En definitiva un diálogo del arte con la materia; indispensable al análisis de cada producción.
Para empezar, el propio término de “estética” merece ciertas aclaraciones. Fue Baumgarten quien lo puso en circulación en 1735, en su texto Meditationes Philosophicae de nonnullis ad poema pertinentibus. Allí, Baumgarten distinguía entre los noeta, es decir, las cosas pensadas, que han de ser conocidas por una facultad superior y manifiestan una lógica, y las aisthèta, las cosas sentidas, objetos de una ciencia (épistemè) estética (aisthètika). En el párrafo 1 de su Estética de 1750–1758, define la estética como “la teoría de las artes liberales, una gnoseología inferior, un arte de pensar lo bello, una ciencia del conocimiento sensitivo”. Su fundador se inscribe en la perspectiva abierta por G. Leibniz y su idea de escala continua de percepciones visibles, oscuras e imperceptibles. Se opone a la óptica anestética propia del cartesianismo, y del mismo racionalismo clásico en general que rechaza los sentidos como engañosos en general. Contra esta desconfianza de la mirada sensible, y la tentación siempre presente de desviarse, la filosofía alemana funda una lógica del conocimiento sensible propiamente estético y no intelectual. Abre su obra con esta definición: “La estética o teoría de las artes liberales, gnoseología inferior, arte de la belleza de pensar, arte del analogón de la razón, es la ciencia del conocimiento sensible” (Mérian Korichi, 2007, p.196).
Esta innovación terminológica corona una evolución que se remonta a Leibniz. En sus Nouveaux Essais sur l’entendement humain (1704), donde responde al filósofo empirista inglés Locke, Leibniz retoma la distinción lockiana entre nuestras ideas de cualidades primarias, que representan las propiedades de las cosas, y nuestras ideas de cualidades secundarias, que son, únicamente, el efecto que tienen en nosotros unas ciertas cualidades desconocidas de las cosas. Parece entonces, que el proyecto estético que nace en la Europa de las luces en Alemania, se ordena en parte dentro de la antigua separación entre naturaleza y valor de lo sensible y lo inteligible, diferencia a la que Platón dio carrera. Que no conozcamos la causa de estas ideas no cambia en nada el hecho de que tengan para nosotros una cara afectiva y sensible que nos informe, aunque sea confusamente, sobre la realidad. Leibniz entrevé a partir de esto una nueva zona de conocimiento, que no será la del conocimiento claro y distinto aportado por las ideas de las cualidades primeras, sino un conocimiento claro es decir ,sabemos bien qué ideas tenemos y qué es lo que nos provocan, pero no distinto ,no sabemos a qué corresponden en tanto que ideas. El arte es el objeto eminente, es un dominio privilegiado para la exploración, el análisis y la conceptualización de lo sensible. Es el lugar por excelencia de manifestación de lo bello, lo feo, lo horroroso, lo siniestro y lo kitsch, todas ellas cualidades de naturaleza sensible. Sin embargo, esta subordinación de lo sensible es orientada por una ambición nueva. Se trata de reducir los efectos del azar en un dominio que se consagra  tradicionalmente al desorden, a la indisciplina y a la revuelta. Esto crea el lugar para un conocimiento confuso, que es el que tenemos de los colores, los olores, los sabores y también es el que nos facilitan los pintores y los artistas: reconocemos la cosa sin poder decir en qué consisten sus diferencias ni sus propiedades. A través de estas ideas claras y distintas, el espíritu entra en estados alógicos, estéticos y sensibles. Este es, precisamente, el dominio que Baumgarten designa como “gnoseología inferior”, que es el que nosotros designamos como perteneciente a la estética. Así, desde inicios del siglo XVIII se abre un dominio de lo experimentado, de lo sensible y del sentimiento que nos hace conocer ciertas cosas sin que las conozcamos en el sentido cognitivo estricto. “El desarrollo de estudios y reflexiones sobre estos sentimientos dará lugar al nacimiento de la estética propiamente dicha, que acontecerá en las teorías del gusto, desde la del Padre Bouhours hasta la de Hume, pasando por el abate Du Bos, Shaftesbury, Voltaire, Montesquieu, Hutcheson, Burke, etc”. La aparición de la estética en términos de su definición intelectual debe ser puesta en relación con procedimientos de definición del arte y de las instituciones que se ocupan de su existencia, es decir, con una economía y un mundo del arte particulares, puesto que los conceptos toman vida en un “mundo del arte”. Éste está configurado por espectadores y por un público que aprecian las obras de arte en el seno de instituciones como los Salones, las salas de ópera o de concierto y, un poco más tarde, hacia el fin del siglo XVII, los museos (Michaud, 2003, pp. 103-109).
En la perspectiva abierta por Baumgarten, lo bello aparece en lo sucesivo como la forma eminente de lo sensible, o su forma más perfecta, la más acabada.  La estética se presenta asi naturalmente como una suerte de ciencia de lo bello. Esto explica que  las categorías principales de la estética giren entorno de la naturaleza de las obras de arte, de sus propiedades y de sus efectos, de su valorización y, más tarde, cuando, en el siglo XX, la definición de arte se convierta en algo menos seguro, de su identificación, dejando de lado la reflexión sobre la producción del arte. La belleza funciona como una idea regulatriz por desarrollar de manera ordenada y armoniosa las facultades consideradas como inferiores, las cuales dejan en  baldío y producen confusión, indeterminación y desorden. Ésta, que fue en un primer momento exclusivo del medio profesional de los artistas a través de las teorías de la creación artística, se dejó en manos de los antropólogos y de los historiadores del arte. Dicho de otro modo, la estética tiende, desde su nacimiento, a dejar de lado  la dimensión del hacer, que designamos también como la poética del arte, y también, al mismo tiempo, una gran parte de su significación en tanto que actividad humana. Cuando nos detenemos un poco en esta cuestión, no podemos dejar de sorprendernos por la exorbitante primacía que la estética otorga a la “obra de arte”, como si sólo existieran las obras maestras y el arte del museo. Se trata de una empresa de clarificación de lo sensible según una lógica específica que se distingue de la lógica formal, que toma cuidado del pensamiento intelectual.
Esta disciplina implica a la necesidad del hombre de perfeccionar sus facultades sensibles, de organizar lo sensible de manera satisfagante. Se presenta como la perfección o el acabado del pensamiento sensible en tanto tal, efectivamente separado del conocimiento científico, intelectual o conceptual. En el cerco de las temáticas que se plantean y de los objetos que consideran, la estética, a lo largo de tres siglos de existencia, ha abordado y cubierto con éxito un registro impresionante de cuestiones, que afectan a la representación, a la expresión, a la forma, a la noción de obra de arte y a los juicios de evaluación. Está visiblemente en juego en la invención de este dominio sensible, y en el proceso de autonomización de la idea sensible, que va progresivamente contemplada junto a la noción de intelegibilidad. Esto es lo que favorece esta autonomización, es el reconocimiento del valor de sensaciones y sentimientos de placer y de pena que sancionan ciertas experiencias sensibles.
La estética entendida como filosofía del arte aparece en el siglo XIX, concretamente durante el romanticismo alemán, Shelling, Nietzsche, teorizan sobre el arte desde el punto de vista filosófico. Realizan en conjunto una reflexión sobre los problemas del arte. Pero habrá que señalar que las contribuciones al respecto son de naturaleza diferente según vengan de la tradición hermenéutica o del acercamiento conceptual–analítico. Las contribuciones de inspiración hermenéutica privilegian, tal como lo sugiere su nombre, la interpretación de la situación estética en sus dos dimensiones de experiencia de creación y de experiencia de recepción. ¿Qué pasa con la significación de las obras de arte cuando las consideramos como un elemento clave de la existencia humana y de su relación con el ser? De eso se preocupa la estética hermenéutica, que se concentra por tanto en la aprehensión de las intenciones de los artistas y el trabajo de interpretación de los espectadores, por encima de nociones como la de expresión o la de forma. Hace de la obra de arte un elemento clave de la manifestación del ser humano y de su humanidad. Ingarden, Dewey, Collingwood, Heidegger, Adorno, Pareyson, Focillon, Dufrenne, Lyotard o Derrida, son los nombres que hacen de faro de este acercamiento (Cometti, 2005, p.151). Un Discurso sobre los problemas estéticos no puede dejar fuera la experiencia de Croce porque una característica de esta doctrina fue saberse afirmar no sólo entre los filósofos, sino, sobre todo en el ámbito de la crítica literaria y artística en género, en la disertación estética, no tanto en la resolución de los clásicos problemas metafísicos que toda estética contiene, cuanto una aclaración del fenómeno del arte que constituye el objeto de sus análisis. Una concreción del arte como “hacer”, hacer concreto, empírico, fabril, en un contexto de elementos materiales y técnicos: incluía un concepto de la cosa del arte como organismo dentro de una entera legalidad estructural.
La crítica de la estética idealista se centró en la obra de Benedetto Croce y de Collinwood, los dos autores más rerpesentativos en la primera mitad del siglo. Este se rechazo se ampliaba a toda la filosofía estética que hacía un uso acrítico de términos básicos, como: arte, sentimientos, objeto artístico o expresión, cuyo estudio se convierte en prioritario. Dicha crítica mostraba las ambigüedades y contradicciones de sus tesis. Y que utilizaba el término arte para referirse a lo que tenían en común las distintas artes, básicamente el ser expresión de los sentimientos y las actitudes del artista. Para la estética analítica la primera cuestión planteable es la existencia misma de una esencia de lo artístico: no existe el arte sino sólo las artes.En los años 50 surgió la idea de que no era necesaria una teoría del arte para hablar del arte. El lenguje está en el núcleo de interés de los autores analíticos y el análisis habría de ser la forma adecuada de hacer filosofía del arte. El análisis de la obra de arte pasaría por el análisis del lenguaje; no sólo el científico sino toda clase de discursos. La estética analítica, se ocuparía del análisis de aquellos discursos que están relacionados con el arte, la belleza y la experiencia estética.
Las aportaciones del pensamiento analítico son de naturaleza diferente. Un conjunto de investigaciones estéticas en Europa y en América se conjugaban con la fenomenología y la investigación sociológica. Fenomenología, metafísca, sociología y psicología convergían a la hora de analizar los problemas del pensamiento del arte. La comprensión La comprensión de la creación artística no es solo el análisis de la obra, sino conocer el contexto de la época, el entorno del artista y las influencias de otros autores. Además, como la de los artistas, la propia esfera sociocultural de los galeristas, explica los itinerarios de esta actividad. Por otro lado,la filosofía analítica se preocupa poco de la metafísica, y trata de elucidar el funcionamiento de los conceptos tanto del punto de vista lógico como del punto de vista de su uso: tendremos por tanto que ocuparnos de investigaciones más circunscritas. Sin entrar en el detalle de los análisis, podemos pasar revista a las cuestiones mayores. En el siglo XX se observa el centramiento de la reflexión sobre el arte dentro de los sistemas productivos, las relaciones de clase y las superestructuras ideológicas, reflexiones llevadas a cabo por las escuelas marxistas. Benjamin, Luckaçs, Adorno, Escuela de Frankfourth. Enfatizándose una relación entre estética y filosofía decisiva en la filosofía contemporánea. Perfilando con ello un nueva  forma de reflexión filosófica, la del arte como un modelo alternativo a la ciencia, como un modelo alternativo de saber. En definitiva un nuevo modelo de relación con el mundo, del pensamiento práctico de la técnica o de la política. En el cuadro de este fenómeno la estética de la formatividad de Luigi Pareyson se ubica en una notable posición, asumiendo una gran parte de las investigaciones contemporáneas extranjeras al tiempo que integra los resultados de sus trabajos en el análisis de poéticas. Analizando el programa operativo de un artista en concreto o de un crítico ,como un repertorio de indicaciones y experiencias estéticas configurantes, el que se ofrece como un rico material de investigación, construye su discurso estético. En los diferentes giros de esta estética visual ofrece soluciones diferentes a las de los idealismos, a las soluciones como visión, el arte como visiones, y modos de visión, ofrece y opone un concepto de arte como forma, en el cual el término forma significa organismo, como fisicidad formada, viviente de una vida autónoma, armónicamente calibrada y ordenada dentro de leyes propias. Oponiendo además al concepto de expresión el de producción o acción formante.
Son vectores de una estética: la representación, la expresión, la forma, la evaluación de sus significados y sentidos, el análisis de sus límites.
La obra de Millares, fuerte y profética, dejó en herencia muchos interrogantes. Arpilleras, piedras del camino, sargas, cuerdas, hilos, cartones, arenas, zapatos estampas, chapas, desgarros, periódicos, marcos, cuchillos, etc. Esta es una resumida relación de algunos de los objetos que Millares utilizó en sus obras. Objetos que se suman a la materialidad de un discurso capaz de articular experiencias plásticas y personales. Un inventario del mundo, no de cualquier mundo, de uno muy concreto: el que tenemos a nuestro alrededor, el más prosaico, nuestra vida prosaica. No son en sentido estricto pinturas, tampoco en sentido estricto collages. Los soportes varían su fisonomía. En todos sujeta los elementos constitutivos-objetos de tal manera que se aprecie a simple vista el procedimiento. Una estética del artificio que se subsume en una estética pauperista. La representación es uno de los conceptos centrales en las teorías de las artes visuales. No se trata de volver a presentar la vieja idea de un arte en ruptura con todo lo anterior, sino de hablar de un ámbito de la experiencia humana que ha crecido tanto, y lo ha hecho de un modo tan imprevisto, que hace irreconoscibles los cimientos culturales en los que un día se sustentó. Creador que sitúa la verdadera materialidad en el discurso haciendo lo que podríamos llamar una ontología del discurso. Materialidad desde la que construye sus experiencias plásticas, personales y sociales.
Nelson Goodman en su Langages de l´art  sostiene que a partir de los años 70-80, la diversidad de relaciones que sostuvo el arte con otras disciplinas podría generar el sentimiento de que las ideas de placer estético, de belleza  y de profundidad habrían desaparecido en el paisaje conceptual del arte contemporáneo (Goodman, 1999, p. 67-69). Desde la Antigüedad, una problemática domina la filosofía en general y la filosofía del arte en particular; se trata de la problemática de la imitación. Concierne en primer lugar a las imágenes pintadas, grabadas, esculpidas, pero también a las imitaciones de acciones en el teatro e incluso las relaciones entre el lenguaje y las cosas o los sentimientos, puesto que éstas fueron concebidas inicialmente como relaciones de imitación (mimesis). Primero en la época moderna y después en la contemporánea, tras la invención y la difusión de la fotografía y luego del cine, y con las oleadas desencadenantes de las tecnologías de la imagen (televisión, vídeo, imagen numérica), la problemática todavía toma más actualidad, incluso si la propia superabundancia de imágenes las hace banales y tiende al embotamiento de la capacidad de reflexión. Como concepto, la representación es tan antiguo como la filosofía misma, pero deviene en discurso e investigación a partir de los años 50. Se transforma entonces en un marcador irremplazable en la evolución de las concepciones estéticas. Tomado en su más grande generalidad, la noción icónica de representación designa la relación entre el contenido expresado de una obra y su sujeto. Vale decir, la manera en que ella presenta y figura una realidad exterior a la imagen. Ella es entonces inseparable de una correspondencia reglada entre sus propiedades formales, una composición en base a formas y  colores y el estado de cosas al cual ella reenvía a título de original o al menos de referencia.
Se trata, por tanto, de dar cuenta de los mecanismos de la representación, de explicar cómo las imágenes representan algo y nos reenvían a su referencia o a su denotación. Una primera tarea consiste en evaluar la dimensión de las definiciones tradicionales del arte como imitación, puesto que, desde Platón hasta las teorías de las bellas artes del siglo XVIII, el arte fue definido por la imitación. Así pues, se identificará los dominios de verdadera pertinencia de la noción por ejemplo, la pintura concebida como imagen exacta de algo o incluso científica, lo que vale para una gran porción de la historia de este arte, específicamente del siglo XV al XIX, pero está lejos de valer para toda la pintura. Pero también sus límites y los ámbitos en los que hablar de imagen no tiene ningún sentido, por ejemplo para la arquitectura, las artes decorativas, la poesía, sin mencionar la música o las artes visuales modernas abstractas (Michaud, 2003, pp. 11-13). La producción artística será un tentar, un proceder un proceder paciente sobre la interrogación de la materia Su tentativa será guiada por la obra, lo que ella deba ser, y que bajo la forma de exigencia intrínseca orienta  el proceder productivo. El tentar dispone de un criterio, difícil de definir, el presentimiento de éxito, la divinización de la forma.
A continuación, convendrá explicar de qué manera las artes figurativas figuran, de qué manera las imágenes muestran lo que muestran; de interrogarse sobre los “lenguajes del arte” y los modos de simbolización, debiendo escoger entre las opciones convencionalistas (Goodman, Gombrich, 2000, p. 90) o de las opciones naturalistas (Schier Lópes, 2001, p.45). Una teoría de la construcción icónica debe hacerse según una teoría referencial de la representación.
El concepto de representación como el de forma-formante introduce en la estética arduos problemas filosóficos, prospectando un concepto de obra de arte que guía a priori de la propia realización empírica. Abre la vía a numerosas discusiones de índole metafísica, que en referencia al ámbito más contemporáneo, tratará de interrogarse sobre el flujo de las imágenes, sobre las imágenes fabricadas, inventadas y virtuales. Aquella metafísica de la figuración que en todo caso, queda claro que hoy en día, hace una consideración del arte en términos únicamente o principalmente de representación: ya no tiene vigencia. La obra existe preliminarmente como soporte, germen, que en sí, ya pose la posibilidad de expansióna forma lograda. Las artes simbolizan de diversas maneras y, de entre estas maneras, y sólo para ciertas artes, está la imagen. Dentro de las relaciones clásicas, entre imagen y representación, ello toma la forma de un esquema mimético. Que reposando sobre una proyección geométrica, más o menos apta para modelizar el sistema de apariencias, produce un equivalente de su imagen.  Por un lado, no se debe entender que la persona del artista entra en la obra cual objeto de narración; la persona que forma viene declarada en la obra formante cual estilo, cual modo de formar. En la obra se cuenta, se expresa la personalidad de su creador, que habita en la trama misma de la obra e identidad. En la obra se expresa toda entera su personalidad y espiritualidad, señalada antes que el sujeto y el tema, por lo mismo irrepetible y el personalísimo modo que él ha tenido de formarla. Contenido de la obra es la persona misma del creador. El cual al mismo tiempo se hace forma. Esto constituye el organismo como estilo, reencontrable en cada lectura interpretante. El estilo, modo en que una persona es formada en la obra y junto al modo con el cual la obra consiste es sólo un elemento más. Y el sujeto de una obra no es más que un elemento en el modo en que una persona se expresa haciéndose forma.
            Por otro lado, a partir de la segunda mitad del siglo XIX,  se había desarrollado  una historia del arte sin nombres, atenta a las producciones, a la vida de las formas, incluso al genio de los pueblos o a una creatividad sin fronteras. El esquema: la vida y la obra de un creador, no podía absorber la multiplicación de objetos producidos por la historia del arte. Cuestiones de identidad cultural substituían la investigación biográfica, proceso que ha llegado hasta nuestros días. Se han examinado procesos de transformaciones y de migraciones de las formas, motivos y símbolos. El mito y la leyenda han proporcionado los elementos de un acercamiento formalista y el estructuralismo de los años cincuenta. Paralelamente, la actividad artística se despegó del sistema de las bellas artes y la biografía se emancipó de la obra. La promoción del juego y del azar se acompaña de una experimentación formal que contradice la coherencia y la cohesión de la obra. La dimensión legendaria de las vidas de artistas procede por lo general de una elaboración secundaria a partir de la obra.
Practicamente todos los investigadores en estética están de acuerdo con la orientación general asumida por Wollheim  en no adherirse  a la tesis específica de la doble percepción en la fenomenología. Es decir, la noción de ser algo visualmente consciente, está siempre empapado de contenidos expresivos la mayoría de las veces desconocidos por el ejecutante. La superficie de una imagen no es una simple recepción de estímulos, es un complejo en el que aparecen con la intención de expresar, diferentes y variadas dimensiones de orden emocional, desconocidos, etc. (Wollheim, 2005, p. 99). La noción de expresión siempre ha estado en el epicentro de las teorías del arte. Ya desde Aristóteles cuando explica el placer y el interés social, de la tragedia por la purificación de las pasiones (catharsis), tema que permanecerá en primer plano durante toda la época clásica. En la reflexión sobre el arte, la expresión tomará un lugar todavía más importante a partir del romanticismo. Esto conlleva una concepción nueva de la obra de arte como expresión personal del artista o espejo del espíritu de la época, que, de ninguna manera, era la preocupación principal cuando se trataba, en primer lugar, de imitar la naturaleza. También conlleva la experiencia, por parte del espectador o destinatario de la obra, de encontrar en ella sentimientos respecto a los cuales tiene simpatía o resonancia. En esto reencontramos la catarsis, pero bajo una forma inédita, puesto que ahora se trata de disfrutar de las emociones y no sólo de purificarlas. En nombre de la expresión, una obra expresa su tiempo; en nombre de la expresión, el artista romántico o “expresionista” nos descubre sus tormentos o sus sueños. El espectador, por su parte, considera una música triste, un poema “emotivo”, un cuadro “alegre”.
Probablemente, una de las cuestiones más difíciles sea saber qué entender por la noción de expresión, es decir, cómo los sentimientos, las creencias o las cosas vividas pueden ser transferidas a un objeto y cómo a este objeto pueden serle atribuidas tonalidades expresivas, incluso cuando no se han dispuesto voluntariamente. Las condiciones objetivas que ligan las propiedades de una imagen a su contenido representacional habrá que buscarlas en un registro psicológico. Por él entramos de lleno en el registro de la expresión y las teorías que lo abalan. Las teorías de la expresión se dirigen a uno o a otro de los aspectos siguientes. 1. Las teorías filosóficas (Shopenhauer, Dewey, Tolstoï, Collinwood), que beben casi todas de la fuente de Hegel, se concentran en la expresividad humana, en la relación entre la interioridad y sus manifestaciones exteriores por los gestos (danza), palabras (canto y poesía cantada), signos o conjuntos de signos (literatura escrita, pintura) en los que se ve una forma de comunicación específicamente emotiva. 2. Los acercamientos analíticos (Goodman, Wollheim) se cuestionan sobre la manera cómo los símbolos pueden ser aprehendidos como expresivos y dan, así, una tonalidad emocional a la experiencia estética. De este modo, la teoría de los lenguajes del arte de Goodman trata de explicar en qué consiste la atribución de propiedades expresivas al objeto. 3. El carácter metafórico o figurado de la expresión es, ciertamente, bastante general, pero no hay que olvidar preguntarse por el carácter literal de ciertas propiedades expresivas: los gritos de terror de una cantante de ópera en las escenas de locura o de furia, una tempestad grandiosa en el cine o en la pintura, una invasión de  monstruos, incluso en el cine, no son metafóricamente vectores de temor y de angustia, sino que lo son literalmente.
Los seres humanos podemos conmovernos, por lo que  tenemos de seres  ficcionales, y por lo que tenemos de seres de acción. Por los hechos que no caen en el ámbito de la ficción, sino en el de los hechos. ¿Cómo podemos conmovernos con un drama? Y que los filósofos han considerado como  reflexiones problemáticas. Pero como en el caso de la representación, también conviene preguntarse si es verdad que todo arte es expresivo y que si no estaremos bajo un influjo excesivo del romanticismo. Numerosas producciones artísticas manifiestan ritualidad, y la reproducción concentrada y atenta a motivos convencionales: para atenernos a un ejemplo, un mandala oriental pintado no requiere ninguna expresividad por parte de su autor, y el espectador es invitado al recogimiento y a generar el vacío en él y no en disponer un acuerdo emocional con algún sentimiento (Michaud, Y, 2008, p. 67). En este apartado podemos preguntarnos aun: ¿cuándo somos conmovidos por una ficción, cuál es el objeto que mueve nuestras emociones? Las respuestas afectivas siempre tratan de personajes y de eventos ficcionales. Es un hecho constatado que los hombres se interesan y preocupan de sus destinos recíprocos, que con cordialidad y buen humor los unos se interesan por el devenir al menos de ciertos otros; del resto, es algo que nos hace felices.

            La indagación de la forma del lenguaje ha sido constante en la historia del arte y la literatura. El formalismo es un fenómeno artístico universal, que adquirió especial relevancia en la cultura moderna a partir del postulado de Kant expresado en La Crítica del Juicio (1790) “En todas las bellas artes el elemento esencial consiste, desde luego, en la forma”. En la teoría moderna del arte y la literatura, el nuevo concepto de forma, como superación dialéctica dde la dicotomía forma/contenido, dio lugar al nacimiento de nuevas escuelas y tendencias formalistas a finales del s.XIX y comienzos del XX. Entre ellas cabe destacar la escuela rudsa del método formal, conocida como formalismo ruso. Estos últimos, centraron su atención en los estudios del lenguaje como forma artística, en las formas del lenguaje literario elaborado estéticamente, con un valor artístico propio, aspirando a crear una ciencia autónoma del arte y la literatura. Cuyos fundamentos teóricos y metodológicos sirvieran para todas las demás artes. Su legado ha supuesto un importante impulso  al desarrollo de metodologías formales y estructuralistas en la literatura, el arte y las ciencias Humanas (Gabaldón, 1999, p.39).
La vida humana, toda, es invención-repetición, producción de formas. Para la estética de Pareyson toda la operatividad humana, tanto en el campo moral, en el del pensamiento como en el del arte obedece a este principio de operatividad, producción humana. La forma es un producto del operar humano y está dotada de una comprensibilidad y autonomía. Cada formación es un acto de invención, un descubrir las reglas de producción según la exigencia de la cosa. ¿Qué hacer?, en este sentido viene afirmada la intrínseca artisticidad de cada producción de forma, de cada producción humana. Surge entonces la necesidad de encontrar el principio de autonomía que diferencia la formación de la obra de arte de otro tipo de formación. La filosofía idealista , de Croce en concreto, había afirmado una definición de lo artístico apoyado exclusivamente en la intuición, el sentimiento, había afirmado en consecuencia esa no  cosa moral o cosa de conocimiento. Había definido el arte como intuición del sentimiento que no era ni cosa moral ni cosa del conocimiento. Tampoco se trataba exclusivamente de un problema en torno a la percepción o de la visión. Pareyson en cambio sostiene que sólo una filosofía de la persona está en disposición de resolver el problema de la unidad y distinción de la actividad de lo humano, porque explica apoyándose  en la indivisibilidad e iniciativa de la persona. Si la operatividad fuese cosa de un espíritu absoluto no habría distinción entre producciones y actividad. Intervienen, pero no es excluisvo del arte: la moralidad, el sentimiento, la inteligencia, el juicio continuo. En el arte esta formatividad, que inviste toda la vida espiritual y hace posible el ejercicio de otras operaciones específicas, se acentúa en una prevalencia que subordina hacia sí, toda la otra actividad y asume una tendencia autónoma. Deja fuera las querellas tradicionales entre forma –contenido o forma-materia. El concepto de forma cual organismo, cosa estructurada que conduce a la unidad de elementos que pueden ser sentimientos, pensamientos, realidad física, coordinados en un acto que tiende a la armonía de aquellos elementos unidos y que procede según leyes de la obra misma hace caer cualquier crítica de formalismo. Por otro lado, Descartes sostiene en su Dióptrica, la percepción visual del espacio, que lo progresos en la teoría de la visión dependen de una transformación en nuestra concepción de las imágenes y que ello recibe el mérito de ser llamado, una revolución copernicana. Los historiadores de la ciencia conocen mejor el argumento que los mismos filósofos, ya que se trata del paso singular más radical e imaginativo que ha sido hecho en la teoría de la representación icónica. Además de marcar un momento decisivo de la historia de las ciencias cognitivas.  La idea principal de Descartes es que las imágenes representan los objetos  ya que ellas producen episodios psicológicos de una suerte particular, a saber, de percepciones sensoriales de diversas cualidades de los objetos que ellas representan. En definitiva es una teoría de las imágenes-ilusión: una imagen representa un bosque o una batalla o un templo, sostiene Descartes, porque ella produce la ilusión de ver uno. Matisse, Signac y los seguidores del neoimpresionismo en general, proclamaron un abandono de las premisas técnicas e ideológicas, que había venido sustentando la pintura desde los años setenta del siglo XIX. El lienzo no era ya una superficie vibrante de puntos de color, sino un campo, un plano físico, donde se extendían masas cromáticas relativamente uniformes. No se apelaba con esta práctica a la desmaterialización de la luz y a su eventual reconstrucción en la retina del espectador, sino al efecto que podía tener la armonización de unas zonas y otras dentro de la misma pintura( Burucúa, J,E,2002, p. 145).
Desde el Renacimiento, la forma había sido sostenida por el criterio de representación mimética, por la imitación de la naturaleza, situada en el corazón del sistema de las bellas artes. Los procedimientos de búsqueda e interpretación usados e inventados por Warburg se articularon con  su ontología cultural dando por resultado una gran coherencia en el campo de las ciencias humanas. La trasmisión filogenética de las conductas y de las expresiones faciales, contenidas en las teorías de Darwin, apoyaron y motivaron la tesis de trasmisión filogenética de las formas. Warburg combinó estas ideas con los conceptos acerca de la memoria que la psicología fenomenológica elaboraba en las primeras décadas del s. XX, y sobre todo, con la noción de engrama: un conjunto estable y reforzado de huellas que determinados estímulos externos han impreso en la psique y que produce respuestas automatizadas ante la reaparición de esos mismos estímulos (Gombrich, 1986, pp. 246-249).
El cuadro aparecía como un microcosmos, una entidad autónoma y autorreferencial, la cual venía reforzado por su temática arcádica.La noción de forma también participaba de estos conceptos centrales en la reflexión sobre el arte. Comportaba, al menos, tres ideas bastante distintas. Hecho que aun hoy puede seguir referenciándose. Comenzando por la Antigüedad, vemos que en el platonismo se da una asimilación directa de la belleza a la forma, entendida ésta de modo matemático, las relaciones entre los números, musicales ,las relaciones entre los tonos y cósmica, las relaciones entre las revoluciones celestes o incluso, en el ascenso hacia el Bien supremo en tanto que divino (Plotino). Esta comprensión está en el origen de todas las consideraciones de la belleza como orden, armonía, simetría, que después se encuentra en las concepciones sobre la armonía interna de los cuadros (Ucello o Piero Della Francesca), la construcción de bellas arquitecturas (Vitrubio, Palladio, la Bauhaus), la organización de la composición musical (Bach), etc. La pasión por los trabajos de Aby Warburg se aplica básicamente a tres núcleos que, desde luego, tienen que ver con la manera de constituir las formas. Una idea peculiar del Renacimiento como tiempo de inauguración de la modernidad. Un acercamiento a la etnología con el propósito de comprender el sentido de las prácticas mágicas en las sociedades arcaicas del presente y un método de investigación y descubrimiento para la historia de la cultura. Desde la Antigüedad, otra idea de forma se ha preservado desde la idea aristotélica de que una obra de arte, concretamente una tragedia o un poema épico, es un todo en el que se da una unidad casi viviente de la forma; que la obra de arte es una unidad análoga a la de lo vivo, y que la ausencia de esta unidad es un defecto insalvable. Desde esta perspectiva, la forma no es aquello que organiza los elementos en una estructura ordenada, sino la totalidad de la estructura misma. Kant sistematizará esta idea a través del análisis conjunto de la obra de arte y de lo viviente en su Crítica de la facultad de juzgar (1790). Queda, todavía, una tercera idea diferente de la forma: la que consiste en ver en la obra de arte un conjunto de elementos específicos que operan independientemente respecto a su propia referencia, que se entienden más como elementos externos a un significado o respecto a una referencia que constituiría su contenido. Este es el formalismo propiamente dicho, Warburg creía que las formas artísticas objetivaban tales exteriorizaciones que las condensaban en mecanismos sensibles aptos para evocar, en un discurrir opuesto  al procedimiento habitual de la memoria, los engramas originales, y suscitar con ello el recuerdo de experiencias primarias de la humanidad.
Pero, a mediados del siglo XIX, en el momento en que se formaban los primeros media modernos, una nueva exigencia de hizo surgir la cuestión social, en el campo de la literatura y de las bellas artes. El fenómeno se beneficiaba de las premisas del romanticismo y del fondo de leyendas vinculadas a la imagen del artista excéntrico que fabricaba también formas personales excéntricas. La excentricidad se volvió a un tiempo una categoría de comportamiento y una frontera social. El dandismo y la bohemia se formaron en los márgenes de la cultura burguesa metropolitana. Las formas de vida del artista se volvieron un componente de la transformación y subversión del sistema de las bellas artes. La imitación de la naturaleza y sus formas no podía ser un criterio para quien hacía de su propia vida una obra de arte. La forma de vida entró en la obra o la obra fue identificada con la vida, con una vida. Dalí, Picasso, Duchamp, Warhol, parecen haber condensado todas las combinaciones posibles.
Estas tres concepciones de la forma son muy diferentes, pero no están, necesariamente, demasiado separadas. Así, es posible que una obra de arte reúna las tres: la unidad de un ser autónomo, la organización interna de elementos en armonía y las características puramente formales como objeto, independientemente del contenido de significación, de la representación o de la expresión. La Capilla del Rosario en Vence, decorada por Matisse a partir de 1947, responde, para un aficionado al arte no creyente, a estas tres características: es una entidad y su decoración constituye una armonía puramente formal de manera independiente a su significación religiosa. De hecho, estas tres visiones de la forma están siempre más o menos presentes, aunque lo estén en grados diversos, en la creencia que las obras de arte tienen una autonomía y una vida propias , que su efectividad concierne a su estructura  y que las propiedades formales cuentan más que el significado, la referencia o el contenido. Sin embargo, una doble dificultad debe ser solventada. La primera es simplemente parcial: consiste en resaltar que ciertas obras de arte juegan la carta de lo informe sobre todos los registros identificados: son inacabadas, caóticas y no necesariamente sólo formales ,éste sería el caso de la música de John Cage o del Ulises de Joyce. Umberto Eco  se ha ocupado de esta cuestión de la obra abierta (Eco, 1962, p. 29). Establecer las filiaciones entre fenómenos, representaciones y otros objetos culturales de tiempos dispares requiere la detección de parentescos y duraciones entre movimientos del cuerpo, gestos,expresiones faciales, interacciones corporales, que fueran por ejemplo, de la danza fotografiada por un etnólogo a la pintura griega de vasos, de las ninfas de Botticelli a las mujeres de la pintura galante del s. XVIII, de las criaturas de Muschá y del estilo Liberty a los fotogramas de los films documentales en las Olimpíadas de nuestro tiempo. Un ejemplo claro de esta intención de reconstruir los enlaces de formas entre diferentes civilizaciones es Warburg. Aspiraba a establecer las formas de transporte de esas formas, en el tiempo y entre civilizaciones. Acumular imágenes realizadas sobre todos los soportes concebibles y destinadas a todas las funciones imaginables, hasta cumplir el propósito de construir un espectro continuo y exhaustivo de representaciones en el cual se reprodujese la trama secular de la memoria de Occidente.  (Gombrich, 1985, pp. 283-305). Y que por ello recibió el nombre de Atlas Mnemosyne.   
La segunda es más dudosa, puesto que es más fundamental: consiste en hacer resaltar que los usos del vocabulario de la forma son vagos y que ésta ha revertido históricamente aspectos extraordinariamente diferentes. Es así que reencontramos la crítica bergsoniana de la noción de orden: una forma es, siempre, una forma en función de cierto paradigma de armonía, de la unidad o de la ausencia de contenido, y las diferencias históricas y culturales son, a este respecto, considerables. Así, una estructura armoniosa para Poussin no lo es para Picasso y, sin embargo, las Demoiselles d’Avignon tienen una construcción formal muy remarcable. Lo que parece insignificante para algunos como una Marilyn de Warhol por ejemplo, no lo es para un fan de Marilyn y, en contraste, consideramos sólo de manera formal y simplemente pictural la inexpresividad de los personajes de las pinturas de Piero Della Francesca, porque ya no conocemos los principios de la piedad del siglo XV. Estas reservas, por más que importantes, no justifican que renunciemos a la noción de forma, puesto que ésta mantiene un lugar importante en nuestras evaluaciones, en el placer estético y en la identificación de las obras y su grado de novedad o de fuerza.
La estética se ha preguntado insistentemente por la definición de la obra de arte y por las condiciones mediante las cuales atribuimos a una cosa la característica de serlo.
Desde el punto de vista de la definición de los objetos, desde Gilson hasta Goodman, las investigaciones de tipo ontológico han sido numerosas y poderosas (Revista de filosofía –Estudi d´Éstetica, Volúmene 23 –, 1996, P. 176).  Se han dedicado a las condiciones de identificación de  los objetos artísticos, de sus modos de existencia material y temporal, de su autenticidad o de su naturaleza de copia o reproducción, de su relación al material, etc.  En este contexto, si bien subsisten sin ánimo de desaparecer las habituales divisiones entre los platónicos –partidarios de las formas universales abstractas– y los nominalistas –partidarios de la existencia individual estricta–, hay que decir que sin embargo han estado bien definidos los diferentes elementos que intervienen en ello, comprendidos los contextos y los procedimientos que deben intervenir en la definición de los objetos artísticos.
Se ha llegado a distinguir  entre la obra original y la que corresponde a un “tipo” susceptible de ejecuciones o ejemplificaciones diferentes -un fragmento de música para interpretar, un grabado que será reproducido, el pase de una película de cine-. Se ha llegado a identificar (Dickie, Danto, 2000, p. 98) las condiciones sociológicas que son indispensables para que una obra sea admitida como tal en un “mundo del arte” en función de las normas en vigor en este mundo. Se ha llegado a estudiar los géneros (Todorov, Genette, Schaeffer) a partir de los cuales podemos identificar un objeto como una novela, una epopeya, una sinfonía concertante, un tango, una naturaleza muerta… Ello permite evitar el escollo de la interrogación sobre la cualidad. Un gran problema consiste, sin embargo, en el hecho de que hemos de tratar, sea en la época contemporánea sea en otras culturas, con un arte sin obras de arte, es decir, con un arte a base de actitudes, posturas, conceptos, en base a una poesía del instante y del hacer. Esto es claramente así en el caso de la danza, a pesar de la existencia de la notación, rechazada sin embargo por ciertos coreógrafos, de la música , a pesar de la existencia –no universal– de partituras, de las formas de vida artísticas como el dandismo, en las que aquello que constituye la “obra” es el comportamiento global de la persona. Es todavía más cierto en el caso de ciertas prácticas modernas como la performance, el arte conceptual, la instalación temporal, o las prácticas rituales primitivas próximas a la religión; sería verdad también en el caso del arte floral de Japón.

          La historia del pensamiento estético, se visualiza como algo cada vez más importante en la obra de los filósofos contemporáneos. ¿Qué es un cuadro, una escultura o una obra de arte?, ¿Cuál es la naturaleza del objeto artístico? Esta pregunta habría sido irrelevante, seguramente hasta los primeros años del siglo XX, cuando la imprevista aparición de algunas novedades creativas hizo que se tambalearan muchas certidumbres tradicionales. Vemos que la materialidad del objeto artístico ha podido cambiar mucho para incorporar fluidos, energías, cosas variadas en definitiva. Verdadera heterogeneidad de ingredientes y procedimientos a la hora de ejecutar una obra que casi siempre resulta política.Otra preocupación primordial de la estética ha sido la evaluación, esto es, lo que se designa todavía como juicios de gusto o de belleza. Esta cuestión ha estado a la vez bien y mal tratada. No sólo su rastro aparece claramente en los pensadores del s. XIX y XX, y en sus aplicaciones ético-políticas de estas relaciones. También sobre los problemas de la reflexión sobre el arte que plantea a la filosofía contemporánea. En la medida que el arte nos puede proporcionar un modelo de intervención en la realidad, en contraposición  a los modelos  anteriores, los modelos de la política y la técnica.
De entrada, podríamos decir que ha estado bien tratada por defecto: si la evaluación es esencial a la identificación de alguna cosa como “siendo arte”, esta evaluación juega, sin embargo, un papel bastante limitado en la investigación estética, en ella misma. El contexto estético de evaluación es un contexto normativo. La mera capacidad de sentir placer o emitir ciertos adjetivos no determina que alguien sea capaz de realizar la evaluación estética. El contexto de evaluación estética implica que la persona que hace un juicio estético es capaz de hacer ciertas cosas además de realizar el juicio. Es capaz de dar ciertas razones para su juicio, referirse a ciertos paradigmas, o esclarecer ciertas analogías. Como dice Goodman, la cuestión del valor de las obras tiene poco interés desde el momento en que calibramos que la mayor parte de lo que llamamos arte es arte aunque sea mediocre en sentido de perteneciente a la calidad media, mala, muy mala o ordinaria; lo importante es que la valoremos y que esto dé placer, incluso si es equivocadamente. La diferencia entre un juicio estético y uno no estético no radica en las palabras que usemos, sino en que se satisfagan las condiciones de posibilidad de que adquieran un determinado significado.En resumen, la evaluación sólo es una pequeña parte de los fenómenos a tener en cuenta. El arte es algo valorado –aspecto que resulta esencial a su concepto–, pero la justificación del valor no tiene tanta importancia como se piensa. La experiencia estética más puntual requiere constitutivamente un trasfondo de prácticas humanas. Hay una conexión constitutiva entre el contenido de esa experiencia y las capacidades que la hacen posible. De hecho, ya es de por sí algo positivo precisamente el hecho de que se pueda llegar a relativizar la importancia de esta cuestión. Ha pasado desapercibida a los que han reificado el momento en que, para cada sujeto, aparece como superdeterminado el contenido de su experiencia. La idea de que existen conexiones constitutivas entre distintos hechos es una de las más fructíferas de la filosofía del segundo Wittgenstein y una de las que más le aleja de la tradición empirista. Una lectura atenta de muchos de los textos dedicados a la estética revela que el valor de las obras es poco atendido, sea porque se de por supuesto, sea porque no se le otorgue demasiada importancia. Nuestra cultura ha estado excesivamente dominada por la técnica. La técnica favorece, pero también usurpa la vida, es decir despliega un doble juego de favorecer y a la vez usurpar, dominar en la vida misma. En el arte se ha querido ver un modelo alternativo de relacionarse con la vida. Los pensadores griegos con tecné denominaban al arte y a la técnica. Wittgenstein insiste en que no podemos concebir un juicio estético como un juicio sobre el placer o desagrado que me produce la contemplación de un determinado objeto. Ese place podría se causado por la ingestión de drogas, por ejemplo, la experiencia estética en cambio, no.
En los años cincuenta, el estructuralismo lanzó el anatema sobre la biografía, sobre la cuestión del sujeto de la enunciación, del ¿quién habla? Que vino acompañada de un reexamen de las categorías del discurso; la crítica de la noción de autor (Barthes, Foucault) permitió descubrir procedimientos contrastados bajo la veladura de las normas institucionales. Y con ello se renovaron los procesos de evaluación de las producciones artísticas, ligándolas más a ciertas experiencias, juegos, evaluaciones en el terreno del lenguaje y los lenguajes. Poniendo énfasis en como se formulan los juicios estéticos. Con el giro lingüístico se analizan los modos en como aportamos juicios estéticos (Michaud, p.80).
Wittgenstein en la “Conferencia sobre Estética” está preocupado por atacar las formas empiristas de subjetivismo estético. Para ello utiliza la doctrina de la intencionalidad: la conexión entre la experiencia estética y el objeto estético es interna.La experiencia estética no es una particular sensación de agrado que esté causada pr el objeto de arte y que podría haber estado causada por cualquier otro objeto. El filósofo apela al hecho de que la experiencia estética tiene un contenido intencional. Si el contenido intencional fuera una determinada sensación, siempre sería una cuestión empírica que es lo que el lenguaje representa. No podemos concebir un juicio estético como un juicio sobre el placer o desagrado que me produce la contemplación de un determinado objeto. Concluye que las explicaciones estéticas no son psicológicas, en general no son hipótesis empíricas. Aunque su posición suele asociarse a la psicología de la Gestalt ya que aceptaría que percibimos totalidades organizadas y que el contenido de nuestra percepción no es reductible a una suma de átomos que se mantienen constantes cuando el “ver como” se altera sin que el objeto percibido cambie. Se opone a la explicación empirista de la percepción de un nuevo aspecto en un objeto: la idea de que los átomos de experiencia se mantienen constantes aunque son interpretados de una manera diferente. Contrariamente, la evaluación es tratada de modo claramente insuficiente cuando se la considera desde el punto de vista de la manera cómo la llevamos efectivamente a término, según cómo aportamos juicios estéticos y cómo los expresamos; con algunas excepciones ésta es una cuestión normalmente poco o mal atendida. Se ha disociado excesivamente de estos juicios de la manera de formularlos y de aducirlos. Así, los juicios sobre la belleza han recibido una atención considerable, por más que, la mayoría resultan pobres y repetitivos. Decimos “Es bello”, o algo así, pero es ciertamente difícil ir más allá. Y eso teniendo en cuenta que existen muchas y ricas informaciones sobre las prácticas concretas de evaluación en los textos de los críticos, de los historiadores o de los artistas, tantos como en el caso del lenguaje ordinario. Aportamos nuestras evaluaciones de modo muy complejo y muy diferenciado según los ámbitos que se estén considerando, según los objetos, las formas artísticas y según los públicos. La gran cuestión que Frege y Wittgenstein habían colocado en el centro mismo de la reflexión filosófica: la determinación del significado, la necesidad lógica. Cualquier uso significativo del lenguaje presupone una diferencia entre ciertas conexiones internas, no empíricas, con el mundo.
La investigación estética ha estado insuficientemente atenta hasta hace poco a estos juegos complejos de la evaluación, que, sin embargo, revelan que la máxima “para gustos los colores” tiene poca justificación, que hay normas precisas del juicio estético, pero que éstas requieren mil matices; son complicadas y variables en función de los ámbitos. La estética contemporánea se diferencia de la antigüedad (Platón, Aristóteles, Plotino, Agustín de Hipona, etc) en la que era fundamentalmente filosofía de la belleza. Hoy ha perdido en favor de la filosofía del arte y como tal, hay muchas orientaciones, tanto como disciplinas artísticas. Los juicios estéticos como los éticos, no describen ningún hecho. Las evaluaciones estéticas no tratan de decir propiamente nada: no son verdaderas proposiciones no dicen nada, sino que son mostradas. Las aparentes proposiciones de la ética y la estética están conectadas a las actitudes y la voluntad del sujeto. No dependen de cómo sea el mundo, sino de la actitud del sujeto ante el mundo. Tal sujeto no puede ser un sujeto empírico. Este requisito está en la base misma de la teoría pictórica del significado. Permite mantener la teoría del significado al margen de cualquier contaminación psicológica.
           La estética actual no es solamente una reflexión sobre una pura dimensión esteticista de las cosas, sino también de los modos de intervención y relación del arte con la realidad. De la manera en que el arte entra a formar parte de la materialidad de los discursos capaces de generar experiencias en los creadores y en los espectadores. Es reflexión también sobre  la medida en que es capaz de ofrecerse como significante vacío, para muchos colectivos sociales, que sostienen representaciones de lo humano y de lo social en las dramáticas del deseo. Como reflexión alternativa sobre el arte, diferente a otras orientaciones de las que se ha ocupado la filosofía, que ha actuado desde un modelo científico de la verdad y el saber. Con ella en el siglo XX, aparecieron otros modelos de reflexión sobre el mundo desde la premisa epistemológica de que el saber no va progresando indifenidamente, a modo de evolución hacia la verdad. Entendidos también como modelos diversos de intervención en lo real. Con este éxito relativo pero real respecto a conceptos como los de significado, representación, expresión, forma, así como en materia de ontología de la obra de arte, y con un éxito más limitado en lo que respecta a la evaluación, la estética ha conseguido, en gran parte, cumplir con su tarea. Su saldo global es más bien satisfactorio cuando se la limita a las artes visuales y a las artes del museo. Es cierto que hay fracasos y abandonos, pero hay que atribuirlos a las limitaciones del campo de referencia y a los tipos de objetos que se toman en consideración. Pero hay que considerar, un velo ilusorio en las prácticas del arte, que pone en cuestión el tema de la arbitrariedad de las  mismas. Dicha arbitrariedad surge en el interior del campo mismo de las prácticas artísticas, que conllevan siempre con ellas reflexiones teóricas. Hay que ejercer una primera crítica respecto a la referencia casi exclusiva de las artes plásticas y al arte de los museos, que ha desequilibrado considerablemente la investigación a favor de ciertos rasgos de la obra de arte enfatizando en contrapartida –léase, convirtiendo en fetiche– ciertos problemas ontológicos, como el de la unidad de las obras o el de la forma considerada desde una perspectiva formalista.
En el Manifiesto surrealista,  André Breton menciona esta actitud crítica, que visa en particular la novela, que ha tendido siempre a desmerecer el realismo. Un acercamiento a partir de la música, de la danza y de las prácticas artísticas en general hubiera dado lugar a resultados sensiblemente diferentes y, en todo caso, mejor cohesionados. En efecto, una obra  musical sólo es única en un cierto sentido, y existe exclusivamente a través de las interpretaciones, que la hacen variar de modo. La ópera en músicos como Haendel, Rossini, Donizetti hace intervenir prácticas de collage, de reutilización, de repetición y de condiciones de desciframiento, de ejecución, de puesta en escena y de interpretación, que obligan a cuestionarse aspectos como la unicidad del objeto y su autenticidad en términos completamente distintos, que dan una lucidez diferente a las experiencias de la recepción. Sin duda, un acercamiento a partir de las artes de la performance hubiera dejado a los filósofos de la estética menos desarmados ante las artes de masas, el cine y los comportamientos artísticos en general (Mériam Koricchi, 2007, pp.212-215). El arte durante largo tiempo ha maquillado los procesos de elaboración y de génesis para no hacer valer, las obras acabadas, perfectas, como cosas que no son de este mundo. Nietzsche, no tardó en remarcar el velo ilusorio que da a las obras de arte una finalidad que no es exactamente la suya, como obra en si. Hablar científicamente de una obra de arte, puede significar una serie de operaciones diversas y complementarias; algunas de las cuales representa un particular nivel de fruición, de la pura degustación a la más elaborada evaluación crítica.
El artista sabe que su obra no tendrá pleno efecto si ella suscita la creencia de cualquier improvisación. La vida se realiza en la obra que trasciende las circunstancias y determinaciones biográficas. La obra transfigura tanto los fracasos como los éxitos del individuo. Pero este modelo se ha mostrado inoperante cuando se ha tratado de dar cuenta de repertorios de formas anónimas, de fenómenos de larga duración, o de estructuras que condicionan la experiencia individual. Es el milagro de  lo súbito, presente en la percepción misma del proceso creativo, lo que instala este velo de ilusión que se introduce en el arte. Estos elementos de agitación, e inspiración, de desorden, de sueño vigilante, todos artificios, destinados a desposeer e impactar el alma del espectador. Por otra parte, la noción de experiencia estética ha sido el ángulo ciego de la estética, que ha procedido como si esta idea fuera de suyo. Se ha convertido en la base  de la reflexión sin considerarla objeto de problematización, más que bajo la forma de consideraciones superficiales sobre “la actitud estética”. Tanto Kant como Clement Greenberg o Danto, casi no dicen nada de esta experiencia excepto que se trata de un placer sui generis, que es “el placer estético” y que se diferencia del placer intelectual, del sensual o del placer de satisfacción moral. Es decir, será a través de los efectos placenteros como reconoceremos una obra de arte. No, específicamente por la elaboración mental que produzcan en nosotros, dentro de un terreno común. Este terreno común es la intersubjetividad, la realidad de la comunicabilidad de los sentimientos. En lo que se refiere a los filósofos, que proceden en atención a las cualidades estéticas, se dedican a enumerar, las más de las veces, predicados corrientes: bello, excelente, lamentable, aterrador, repulsivo, sublime, cómico, lírico; romántico, clásico, etc. que les cuesta reagrupar en categorías convincentes y que, de todos modos, no significan demasiado, fuera de los contextos de uso.
El creador propone una experiencia sensible que es abordada y compartida en su registro de sensaciones con el espectador. Es a través de esta experiencia sensible que se comparte que la obra es destinada a los otros, anónimos, y no solamente a nosotros. De hecho, la estética tiene los mismos límites que sus objetos de referencia. Está a disgusto no sólo en referencia a las artes no visuales de performance y de interpretación, sino también en referencia a las artes designadas como “menores” –arte popular, artes decorativas–, a las artes primitivas –que todavía se designan como “otras” o incluso, ahora, como “primeras”–, al arte de masas y al cine, a la canción de autor, a la música techno, etc (Lacoste, J, 1986, p. 79).
No es necesario recordar la tradicional desconfianza de los filósofos hacia el arte y los artistas.Teniendo esto en cuenta, podríamos imaginar poder completar la estética gracias a modificar sus referencias más recurrentes. La intensidad de las experiencias estéticas singulares y la simplicidad del acto creador reclaman, dicen ellos, el silencio y el secreto, debilidad o privilegio, el arte es enteramente irreductible al lenguaje y sus conceptos. Es lo que hacen filósofos como Meter Kivi cuando parte de la música, Kendall Walton con la fotografía, Noël Carroll con el cine y las artes de masas. Todos ellos retoman las categorías de la estética desde la perspectiva de una ontología de lo múltiple y de la ejemplificación, y amplían el concepto de la experiencia estética para incluir rasgos nuevos (Lacoste, J, 1986, p. 81).
Un contexto fundamentalmente nuevo se observa en los últimos trabajos de estética. Una ampliación y extensión de su campo de reflexión impregnando la filosofía actual. Superando, sin embargo, el sentimiento de que esta ampliación y esta nueva consolidación está algo forzada, puesto que, precisamente, las condiciones en las cuales la estética pudo nacer y desarrollarse han desaparecido.
Hay siempre algo de inconsistencia, o inhaprensión,  en el hecho de oponer meros hechos empíricos a razonamientos abstractos elaborados, bien formados, elevados y complicados. Pero hay también algo igualmente inconsistente en constatar hasta qué punto los filósofos pueden estar ciegos respecto a los hechos que, si los tuvieran en cuenta, convertirían su reflexión en algo sin objeto, o debilitaría su pertinencia. Los dispositivos que hicieron posible la estética han cambiado, hasta el punto de hacernos pasar a otro régimen artístico. Pero la filosofía del arte pudo nacer porque la experiencia estética deviene ella misma, relativa y problemática. Primitivo, exótico, popular, gótico, brut, naïf, el arte se encarga de hacer expandir, en el tiempo y el espacio, toda definición canónica de belleza. La filosofía del arte, no está en  la cabeza del filósofo.Y que cada extensión, alargamiento del museo imaginario, la hace aparecer como un prejuicio. Tal como anticipó Walter Benjamín y como lo explicitó Noël Carroll, quien ha sido puesto en relevancia en Francia por Roger Pouivet, de ahora en adelante habrá que tener en cuenta la masificación del arte y admitir, en consecuencia, correctivos importantes para la ontología del arte. Los productos artísticos, en sus diferentes formatos, tienen que ser considerados desde instancias múltiples. Son indisociables de las máquinas y de los dispositivos de producción (se trate de medios de comunicación de masas o, en el caso de un tipo de caso particular aparentemente inscrito en el mundo de lo poco frecuente y de la autenticidad, los componentes de una instalación en un centro artístico). Son accesibles de manera inmediata a públicos indeterminados (con su “lanzamiento”, un cierto aire de moda se destina a todo el mundo). A diferencia de Carroll y de Pouivet, considero que no hace falta endurecer estas condiciones de definición ni continuar separando de manera estanca “artes de masas” y “artes de élite”: en las épocas romántica y moderna la distinción neta entre las dos todavía resultaba pertinente, puesto que, precisamente, se trataba  de la época de la estética de la distinción. Sin embargo, si en estas épocas la estética hubiera procedido, a partir de la música y de la ópera, de la literatura impresa o del arte decorativo y ornamental, no se hubiera valorado tanto la particularidad, la autenticidad, el contenido del sentido ni, finalmente, aquellos fetiches que son las obras de arte con su coronación como obras maestras (Lacoste, J, 2006, pp.3-8).
          La agitación intelectual de en hoy día, en torno de la imagen y el icono, reenvía el conocimiento a cualquier cosa constitutiva del régimen estético de las artes, a saber la revalorización de una presencia sensible, que se impone y de otro lado, la construcción  en el lenguaje,en su ámbito lingüístico, hasta el infinito. Dos polos de lo que podríamos llamar anti-representación, que no terminan de trabajar en el régimen estético de las artes y sus imágenes. Siempre puesta dicha anti-representación, entre el estatuto de la presencia bruta y el de su denominación lingüística. Si se habla hoy de icono, no es un retorno a una problemática representativa de la copia ni a una preocupación ético-religiosa por el origen de la imagen, o el prototipo. Este retorno al icono radicaliza sin embargo las contradicciones del régimen estético en el que se inscribe. En el corazón mismo de la idea de imágen existe la tensión entre estos dos polos, entre la relación de la cifra o el desciframiento; o la relación de imágen a imagen, como constituyendo un lenguaje. Y al contrario la idea de no relación, de la presencia pura significante, que se ofrece para ella misma. En resumen, hay que llevar a término una transposición ontológica que haga de la unicidad un caso particular y un caso límite de las instancias múltiples y que insista por principio en la producción del arte y de sus condiciones contextuales (Rancière, 2009, pp. 224-225).
Este discurso reenvía de una u otra forma a la contradicción interna del régimen estético de las artes. Este régimen ha querido ser el de la presencia sensible contra la representación, del lienzo cubierto simplemente de formas coloreadas contra todo sujeto. Pero al mismo tiempo, este ha sido el régimen del museo y de la reproducción del libro, de la historización. En lo que concierne a la experiencia estética, el reajuste a realizar es considerable y tendría que ver, si se produjera, con una revolución conceptual. Se trata, en efecto, de ver en la experiencia estética, antes que nada, una noción a elucidar y no un punto de partida evidente e incuestionable por sí mismo. Decir que se trata de una noción a elucidar tiene un sentido preciso: hay que proceder a investigaciones descriptivas, históricas y también transculturales, para establecer cuáles son las variedades de la experiencia estética según los objetos que producen la experiencia en cuestión: un animal bello para la vista, el paisaje, una persona joven, vieja o madura, un objeto o un espectáculo natural, vegetal o mineral, un objeto tecnológico, una obra de arte, una experiencia esencial de un tipo o de otro. De nuevo en estos casos, los materiales a nuestra disposición son innombrables: descripciones literarias, textos de crítica de arte, de filósofos, declaraciones de artistas; maneras de hablar populares y ordinarias, teniendo en cuenta la diversidad de las culturas, aunque sea sólo a dos de ellas: el lenguaje de la crítica de arte africana, estudiado por James Farris Thomson, o las sutiles conceptualizaciones de la experiencia estética en Japón, a través de conceptos como sabi , la belleza de lo antiguo, wabi la belleza de la transcendencia y de la pureza, aware , la aprehensión empática de la belleza fugitiva de la naturaleza, yugen (la mezcla de la belleza corporal de la superficie y la belleza espiritual profunda), etc( Ives Michaud,2003, p. 34). Ya en el seno del siglo XIX europeo se pueden discernir elementos y componentes de la experiencia estética muy diferentes, según se lea atentamente a Baudelaire, a Gautier, a Kierkegaard, a Schelling, a Schopenhauer o a Huysmans. Nos daremos cuenta en este caso de que en la idea de experiencia estética converge una familia de experiencias a la vez parecidas y diferentes en ciertos aspectos. Por ejemplo, Baudelaire acerca esta experiencia a la del vino, de la droga, del perfume y del viaje, mientras que la línea romántica pura y dura la acerca a la experiencia religiosa y, a veces, a la experiencia sexual (Don Juan). Igualmente, la descripción plotiniana de la contemplación del uno se retoma fielmente en numerosas definiciones de la experiencia de la belleza. Añadiremos que un respeto real de la diversidad que comporta la noción evitaría distinguir demasiado entre los efectos estéticos de las artes de élite y las artes de masas: la Muerte de Sandanapalos de Delacroix tiene tanto un valor erótico como un valor formal, mientras que la Madonna del parto de Piero Della Francesca tiene tanto un efecto tranquilizador . Algunos cómics o algunas piezas de música de trance requieren paralelamente sentimientos mezclados y revueltos.
A la luz de estas reflexiones sobre la experiencia estética, una tercera inflexión de la investigación estética debería afectar a los qualia estéticos. Es precisamente en este umbral neurálgico que podemos ubicar el otro concepto gemelo del imago que es la qualia. El término qualia es de uso común en la neurociencia y alude a la naturaleza y los umbrales de sensación (Ramos, F, J, 2008, p. 98).
          Los filósofos de inspiración analítica han substituido el término cualidades segundas de la filosofía clásica por el de qualia. Habría que preguntarse qué son efectivamente los qualia estéticos, si se trata de simples qualia o se trata de un tipo particular de qualia, y, sobre todo, con qué se relacionan y a qué se refieren; en definitiva,  qué experiencias los suscitan y cómo lo hacen. Estas cualidades estéticas vividas pueden, efectivamente, relacionarse con objetos muy diversos e incluso pueden no relacionarse con ningún objeto, en tanto que es la totalidad de lo vivido lo que tiene un color estético. Desde esta perspectiva, sería interesante comprobar si no se puede reinterpretar en términos de qualia la distinción kantiana entre belleza adherente y belleza libre.
Estas nuevas inflexiones ya cambiarían muy sensiblemente la estética, en tanto que servirían para ampliar su campo, reinterpretando ciertas nociones consagradas y poniendo fin a la más extraña de las cegueras, la de ubicar la experiencia estética en el centro de una disciplina que no se ocupa, sin embargo, de nada externo a ella misma.
Ahora habría que preguntarse si no hay que ir mucho más lejos suscitando de nuevo algunas de las cuestiones tradicionales de la filosofía del arte menos atenidas por la estética. Esta, preocupándose únicamente por el elemento de sensibilidad y de recepción, ha tenido tendencia a abandonar las interrogaciones de fondo sobre el arte, sobre las prácticas humanas en éste ámbito, sobre las funciones que cumplen, sobre las gestiones de producción, sean elitistas o populares, profesionales o de aficionado, pautadas o desviadas, individuales o colectivas. Hay varios dominios de investigación cruciales que podrían ser revisitados, puesto que el arte no sólo tiene funciones estéticas.
Así, hay también funciones cognitivas, educativas, identitarias, extáticas, mágicas, políticas. Hay también un papel de medio de comunicación colectiva y de afirmación comunitaria.
El arte como producción, como poesía, como práctica, escapa también en gran medida a las constricciones de la problemática estética. Así, hoy en día, en numerosos países, hay grupos de artistas que defienden la exclusión del “todo estético” en provecho de disposiciones conceptuales, cognitivas, comunicativas, o en nombre de los valores de la “Poiética”, esto es, de la acción. El arte  no tiene una función evidente ni inmediata, y no está claro por qué deberíamos querer cueste lo que cueste conservar una función única que fuera la función estética. Ante la invasión de una estética difusa, ante la estatización generalizada de las sociedades contemporáneas, se pide optar por defender con lucidez un arte que no tenga nada que ver con la estética, que se burle del placer, de la recepción y de la sensiblidad, para reencontrar su simple naturaleza del hacer, valorándose en tanto que tal y por él mismo, esto es, valorando su naturaleza de actividad con finalidad pero sin fin. Podemos interrogarnos sin fin sobre la significación estética de variados e infinitos soportes. Podemos interrogarnos sobre la estética de la música techno u otro soporte como arte de masas. Podemos interesarnos por la estética del best-seller, o sobre la proliferación de blogs y de puestas en escena de uno mismo en la red a través de selfis.
Hay otra cuestión que debería repensarse, la de la belleza. Si una noción ha resultado frecuente en la filosofía desde que se ocupa del arte e incluso antes, es la de la belleza. Esta idea, por más oscura que sea, debe interesarnos al menos en referencia a tres aspectos. Por una parte, concentra en torno a ella todo aquello de lo que el arte y la experiencia estética son portadores como promesa. Importa poco que la belleza sea tan difícil o incluso imposible de definir; a pesar de ello, está en el corazón de la experiencia del arte como un fin absoluto y, a la vez, inalcanzable. Por más elaborado y variado que sea el vocabulario japonés de la experiencia estética, siempre se refiere a una experiencia de la belleza, sea en los rasgos de la edad (sabi), en los del espíritu (wabi), en los del sentimiento de la fragilidad de la naturaleza (aware) o en la relación entre lo más superficial y la interioridad (yugen). Podríamos realizar las mismas observaciones respecto a las categorías estéticas occidentales: lo bonito, lo sublime, lo excitante, lo deseable, lo feo, lo siniestro, la ironía, e incluso lo horrible, participan también de la belleza cuando los valoramos estéticamente. Es por ello que, si bien no conseguimos desembarazarnos de la belleza, tampoco  podemos deshacernos de su carácter indefinible. La noción de belleza es interesante en segundo lugar porque, justamente, puede ser explicada de tantas y variadas maneras: por la proporción, el ritmo, la medida, la función, el bien, la moralidad, lo espiritual. Lo que al filósofo le parece engendrar una anfibología infernal es, de hecho, el corazón mismo de la noción y de su funcionamiento.
Finalmente, la belleza no tiene sólo que ver  con el arte, sino también con la naturaleza y las especies naturales, con el cuerpo humano, con la virtud y con las buenas acciones: así, esta noción establece el puente entre el dominio estrictamente estético–artístico y el dominio del ser en general. Los filósofos y los teólogos de la época medieval se interrogaban por saber si lo Bello forma parte de los transcendentales o no; es muy posible que hoy en día esta cuestión mantenga su pertinencia.
Por esta cuestión, al igual que hoy nos hace falta captar la experiencia estética en su compleja variedad, del mismo modo  redescubrir todo lo que en el arte no revela la estética, al igual que  reconsiderar la cuestión de la belleza, en lo propio y lo figurado, tanto como cuestión metafísica como realidad en el corazón del arte. En resumen, la estética no debe ser redimensionada drásticamente para tomar en cuenta el nuevo régimen del arte globalizado, industrializado, abandonado a los imperativos del acontecimiento cultural. No sólo debe tomar en cuenta también una gama extensa de fenómenos estéticos, la mayoría de los cuales se están produciendo fuera del mundo del arte. A la vez, debe sumergirse en una filosofía del arte más ambiciosa, más ansiosa de producciones, de prácticas y de funciones, y, sobre todo, sobre el enigma de la belleza y de su devenir. Estas proposiciones podrían ser acogidas como sugerencias de consolidación o de salvación de la estética o, al contrario, como la conclusión que se deriva de la constatación de su fin y de la necesidad de una renovación de la filosofía del arte. Lo esencial es que, tanto en un caso como en otro, entender que con el cambio de régimen del arte debemos cambiar también nuestros paradigmas de aprehensión.
La metodología materialista aconsejó comenzar por el análisis de las especialidades gremiales de artesanos y artistas: escultores, músicos, constructores, danzantes, así como de sus diversificaciones según culturas o escuelas interiores a cada cultura, como puedan serlo, en pintura, escultura o arquitectura: el realismo, el expresionismo, el funcionalismo, o el surrealismo. Cabría de este modo organizar el curso del desarrollo histórico y social del arte (en rigor, de sus diversas disciplinas, con sus propios ritmos de desarrollo, sin perjuicio de sus interacciones «sincrónicas») según diversos estadios, desde unos primitivos estadios en los cuales las obras de arte se hubieran mantenido confundidas por entero con otras realizaciones culturales tales como militares, religiosas, políticas, arquitectónicas –estadio del arte inmerso, incluso adjetivo– hasta un estadio último en el cual las obras de arte se hicieran sustantivas según sus características especialidades –estadio del arte sustantivo ,un concepto desde el cual podríamos reconstruir algunas fórmulas que, no por dudosas, están desprovistas de interés: «arte por el arte», «finalidad sin fin»– pasando por estadios intermedios (artesanías, arte ceremonial...). En cualquier caso, sólo manteniendo contacto con las mismas disciplinas artísticas será posible determinar las Ideas que de ellas «emanan» y en torno a las cuales habrá de derivarse en cada momento la filosofía de arte.
Es necesario no olvidar en este punto la relación entre estética y política, la cuestión del poder y su visibilidad. Un análisis de esta relación, política y estética, comenzaría por definir esta especie de dilema, que  pone en tensión lo universal, con su propia particularidad, hasta el punto en que cada uno de ellos se contradiga. Es la posibilidad de articular la violencia simbólica de una separación, entre individuos, grupos, comunidades y clases, enfatizando la singularidad identitaria, con una reivindicación de universalidad. Desde Dadá, el gran proyecto cultural de las vanguardias históricas, había sido superar la historia monumental centrada en figuras heroicas. La idea general era el derrocamiento de las jerarquías institucionales, o un reclasificación en el caso del surrealismo, sobre la base de una subversión del orden social, patriarcal y político. Proyecto limitado en el origen al sector de influencia de la burguesía liberal metropolitana; y que sólo podía extenderse concertando un acuerdo temporal, insostenible, con organizaciones revolucionarias: los partidos comunistas, movimientos anarco-sindicalistas, etc.
A partir de la década de 1950, la contracultura tomó el relevo, en un campo social más extenso, después de haber renunciado a una perspectiva de transformación radical del sistema socioeconómico. En Estados Unidos se benefició de un apoyo popular en el cenit de las proptestas contra la guerra de Vietnam. Pero la recaída de este movimiento remitió a los individuos a su destino errático en el vasto almacén del prêt-à-porter identitario.

                                     La estética pauperista

           Conviene matizar los significados paralelos de pobreza y pauperismo. Pobreza, en su acepción económica, tiene un sentido relativo: la situación de una persona menos rica, pero no indigente; indigencia es la situación de la persona que no puede satisfacer las necesidades esenciales de su vida, mientras miseria es la indigencia permanente acompañada de degradación moral. El pauperismo puede decirse que es la miseria generalizada. Por tanto, pauperismo se distingue de pobreza, porque supone situaciones de pobreza agudas, con escasez de lo vitalmente necesario, acompañada normalmente por una degeneración física, mental y moral más o menos acentuada de la personalidad de los que la sufren. En este sentido Concepción Arenal entiende por pauperismo «la miseria generalizada en un país culto» (O.C. en bibl.I, 5).
      Se suele señalar como origen del vocablo pauperismo la Inglaterra de la primera mitad del s. XIX. También se sitúa en esta época la aparición de la realidad misma del p. con las características que reviste en los casos modernos. Aunque en todas las épocas históricas se pueden encontrar situaciones de pobreza generalizada, más o menos permanentes, se puede afirmar que en el s. XIX presenta rasgos especiales de deshumanización generalizada, de peculiaridad cultural, separación social y distinción sociológica propias, debidas a que es una consecuencia de la proletarización  y un producto típico de la revolución industrial, paralelo al desarrollo del urbanismo y localizado particularmente en los suburbios y barrios míseros de las grandes ciudades industriales. Sin embargo resulta fácil demostrar cómo de forma paralela al proceso de industrialización y desarrollo de la moderna economía en Europa, se produjo un llamativo cambio de mentalidad que tuvo su reflejo tanto en las ideas como en el lenguaje. En consecuencia, muchos autores fueron plenamente conscientes de semejante transformación social, económica e intelectual y comenzaron a escribir de la nueva realidad en nuevos términos. La antigua visión de la pobreza dejó paso a la del pauperismo que ponía el énfasis en la amplitud con que se había extendido la miseria en el seno de la nueva sociedad industrial y urbana. Pero también el concepto de pauperismo y los medios con los que el liberalismo había combatido esa realidad (caridad y beneficencia, principalmente) fueron superados a medida que fueron surgiendo nuevos acercamientos a las consecuencias sociales de la moderna economía. Así, nuevos conceptos, como «cuestión social», «problema social» o «cuestión obrera», fueron acuñados por diferentes corrientes de pensamiento y autores con el fin de etiquetar y describir la nueva realidad.
El pauperismo es todavía, en la actualidad, a pesar del progreso técnico alcanzado, una realidad de apreciables proporciones no sólo en los países subdesarrollados o Tercer Mundo, sino también en los países más ricos y de un nivel de vida más elevado. En cuanto a los países llamados ricos, el pauperismo, aunque no sea mayoritario, alcanza también a veces extensión considerable. Como índice del valor relativo del término p, cabe señalar que éste puede darse incluso cuando la renta, considerada de una manera absoluta, pueda ser alta.
La estética pauperista no se reedita siempre de la misma manera, va apareciendo a lo largo de la historia con diferentes significados   y diversificando los significantes.              ¿Pero qué lugar ocupa la estética en todo esto? Ese conocimiento de lo confuso, de la sensibilidad, de la manera que tiene el hombre de habitar la sensibilidad. De la forma de intervenir en la realidad. Ese enunciado discursivo que incluye  repertorios de formas, una matriz de significados, un sujeto o canon, una semiótica o matriz de sentidos y lenguajes. Las diferentes estéticas presentan un operador continuo capaz de ordenar diversas tramas de sentido. En el caso que nos ocupa, este operador es “la pobreza” y  será definida por Millares con cierta extensión[1].
La estética de Focillon, fue una estética objetiva, fundada sobre la existencia,  autonomía y la autolegalidad de la cosa, de la forma. La vida es forma y la forma es el modo de la vida. Con Focillon se iniciaba entonces, para la estética francesa, una especulación sobre la estructura, sus equilibrios y leyes verificables en el objeto estético.La misma, partiendo de esto como del primum que determina y justifica cada una de las afirmaciones sobre ello deviene descripción de la estructura, no oscilación del gusto personal ni de los motivos psicológicos que se verifican frente al objeto. Junto con Bayer, ambos estudiosos contribuyeron a dar fisonomía original a esta corriente. Tanto más original cuanto más alta es la preocupación por la cosa, que en nuestro caso es la pobreza. El arte contemporáneo ha descubierto el valor y la fecundidad de la materia, esto no quiere decir que los artistas del pasado ignorasen el hecho de que trabajaban sobre un material sino que la estética idealista enseñaba que la verdadera invención artística se desarrolla en aquel momento de la intuición-expresión, que se consuma en el interior del espíritu creador.
Sobre las relaciones que una estética mantiene con los problemas metafísicos que ella misma denota, un trabajo de Heidegger viene en nuestro auxilio. Una conferencia del filósofo, cuyo escueto título es La pobreza en la que se propone comentar una sentencia de Hölderlin: “Entre nosotros, todo se concentra sobre lo espiritual, nos hemos vuelto pobres para volvernos ricos”, ¿por qué en el instante presente de la historia mundial (entreguerras europeas) la filosofía necesita comentar este fenómeno? El filósofo realiza una disección filosófica y lingüística que intenta aclarar este núcleo en el pensar. Un tiempo de desgarraduras internas en los países y amenazas endémicas de guerras civiles. La “catástrofe” aquí en juego no guarda relación con el Acontecimiento (Ereignis) en el que Heidegger medita y por el que clama desde hace ya por lo menos 20 años de su filosofar. Enuncia sin rodeos que se tratará de la Historia mundial, del comunismo y por esta vía, del destino de Occidente. Se trata desde 1920 de las desgarraduras internas y guerras civiles de una Europa empobrecida material y espiritualmente. En el acto mismo de filosofar, Heidegger ofrece con respecto a esta temática un mensaje enfáticamente archiético y archipolítico. Dos núcleos que persisten en la estética que analizamos  y que un año después intentará definir en Carta sobre el humanismo. Conminaciones sobre la actitud a adoptar frente al desamparo o en la urgencia. La sentencia de Hölderlin viene a escandir regularmente la meditación que introduce. Una meditación sobre la pobreza que la vuelve “angélica”, liberando al hombre a través de la intimación, la Lección y la Promesa. El filósofo se erige en portavoz  de la palabra de Hölderlin y su himno Patmos:” ¡Cercano, y difícil de captar, el dios!/ Pero donde está el peligro, crece también lo que salva.” Lo mismo en la predicación heideggeriana desde 1934 hasta la última declaración póstuma (1966-1976) el dios es nombrado indirectamente por medio de una segunda cita de Hölderlin en la que “dios” y “espíritu” se presentan como equivalentes; el riesgo o el peligro no aparecen como tales, y en el corazón de la Promesa no está la salvación sino la”curación” que no es la simple superación o vencimiento. Heidegger no anuncia, no publica, sino que enseña la palabra. Una palabra mesiánica que anuncia lo que cura, el ser. Curación que no es la simple superación o vencimiento.La estructura de homilía que tiene esta conferencia es lo bastante potente o coactiva como para consumar la prédica: “nos hemos vuelto pobres para volvernos ricos”. En este contexto,en el que el mundo nunca presentó un aspecto tan caótico, lo cierto es que predicar no es solamente “proclamar” o “anunciar”, “publicar”, es también enseñar la palabra. Una homilía filosófica que está en la búsqueda de una inteligencia o de una comprensión. No se contenta con tocar el corazón, con  conmover, ni se limita a la elocuencia, el mensaje es límpido: todo se concentra sobre lo espiritual, que es en realidad el sujeto enunciador.Un comunismo de los espíritus, de hecho es una llamada a la revolución espiritual; la llamada al espíritu y a la acción por y según el espíritu, es revolucionaria. En todo caso lo fue siempre para Hölderlin, así como para Hegel. La revolución espiritual promete la conversión de la pobreza en riqueza: “Toda disolución, toda fermentación desembocan necesariamente, sea en el aniquilamiento, sea en una organización nueva”….”pero no hay aniquilamiento, por tanto la juventud del mundo debe resurgir de nuestra descomposición”. En su homilía Heidegger apela contra el bolchevismo deshonrado, el materialismo grosero, el marxismo leninismo, el cientificismo, etc, apela a un comunismo de los espíritus, al menos furtivamente, manifiesta su utopía. Ya en 1935 en su Introducción a la Metafísca, mantenía “Esta Europa de incurable ceguera, acorralada entre Rusia y Norteamérica, son la misma cosa desde el punto de vista metafísico”…”el mismo frenesí siniestro de la técnica incontenible y de la organización sin raíces de un hombre normalizado”
Sólo puede ser rico aquel que sabe usar libremente de la riqueza y, en primer lugar, verla tal como ella es en su ser. De lo cual únicamente es capaz aquel que puede ser pobre, en el sentido verdadero de la pobreza, que no es la carencia. Porque la carencia se anuda a un no-tener; esta carencia no nació del voto que se halla implícito en la pobreza. La carencia que quiere tener es simplemente la indigencia que se aferra a la riqueza, incapaz de saber su verdadera naturaleza.
“La pobreza cuando es conforme a su esencia, es el voto que ha elegido lo simple” Ahora bien lo simple está en lo original y nada más que en ello. Esta pobreza toma a la riqueza en su mirada y así sabe cuales su ley (pps 169- 170). La voluntad de ser rico tiene que atravesar la prueba de la auto-superación. “Con el ser uno no tiene nada” una suerte de aneconomía ontológica del don y que justifica con ello la pobreza. En esta conferencia, Occidente no es pensado ni de manera regional, como Occidente opuesto a Oriente, ni sólo como Europa, sino en el plano de la Historia mundial, desde la proximidad al origen. La ausencia de patria deviene un destino mundial. Por eso es necesario pensar este destino en el plano de la Historia del Ser. El colectivismo es la subjetividad del hombre en el plano de la totalidad. Expulsado de la verdad del Ser, el hombre gira por todas partes alrededor de sí mismo como animal racional.
No hay pequeñas economías, el juego es en suma “a quien pierde gana”. El destino es Espíritu y el Espíritu  destino” (Schelling,1992,p.15) y Heidegger dirá “Entre nosotros todo se concentra en lo espiritual. La verdadera vida está en otra parte”
           La estética pauperista incluye esta dimensión metafísica, que podemos analizar junto a Heidegger. Presenta una dimensión mesiánica, espiritual, una propuesta de vuelta al origen y se despliega en torno a la posición del Ser. Muestra claramente el problema metafísico que toda estética contine y que en este caso es la univocida esencial de  la espiritualidad humana. La pobreza no es carencia de, es riqueza del Ser. Analicemos ahora la relación de esta estética con el realismo, con la impresión de realidad en el ámbito de la percepción.
Del naturalismo de Caravaggio o Velázquez al realismo de Courbet, hasta hoy los artistas se han acercado al universo de la miseria. Pasada la bohemia, la pobreza sigue fascinando en el arte contemporáneo.
Uno de los asuntos más discutidos en la teoría artística de los últimos años se ha centrado en la dualidad de la obra como objeto de goce estético y producto de consumo. A finales de los años setenta el artista alemán Joseph Beuys zanjaba la cuestión con su Kunst = Kapital (1979) donde igualaba arte y dinero; más tarde, los doce millones de dólares de La imposibilidad de la muerte en alguien vivo, el famoso tiburón en formol de Damien Hirst, constituyen una prueba fehaciente de la continuidad de la obra como valor de cambio. Pese a ello, una parte de las manifestaciones se ha dirigido decididamente hacia el polo opuesto aunque suponga una contradicción interna en las premisas del objeto de lujo.
       Hablamos del uso de la pobreza para explorar el territorio de nuevas imágenes y distintos significados. Desde el naturalismo de los “tipos populares” de Caravaggio o Velázquez al realismo de Courbet, hasta hoy los artistas han intentado acercarse al universo de la miseria. Dejada atrás la situación de la bohemia, de la que muchos derivan directamente, por ejemplo Van Gogh, la pobreza continúa induciendo una aguda fascinación en el panorama contemporáneo: reflexionan desde distintas posiciones sobre el concepto de pobreza, la extracción de la utilidad de los objetos con la que los marginales proceden cotidianamente; en otras palabras, se han apropiado de la imagen de la miseria. Los “estados centrales” no solo se nutren de las materias y las fuerzas de trabajo periféricas sino que también disponen de su imagen para reproducirla y recrearla en los medios de masas. Ya en 1977, con los instrumentos del documental, los directores Carlos Mayolo y Luis Ospina denunciaron el fenómeno en Agarrando pueblo, donde expresan su concepto de pornomiseria: la “perversa práctica nutrida por el capitalismo consumista en los países ricos y favorecida por los medios de comunicación social”2. En los últimos años –sobre todo en el medio cinematográfico– se ha incrementado la estilización de la miseria, presentada como escenario efectivo de la distopía en tanto que realidad palpable y sincronizada con un amplísimo espectro de la población mundial.
Los términos realismo, realista y realidad caracterizan una forma de pintar consistente en la reproducción exacta de la naturaleza sin pretender embellecerla. La doctrina estética del realismo, aun insuficientemente trasladada al plano historiográfico, se aplica para dar cuenta del  origen (pauperista) a cierta pintura desde el siglo XIII y XIV italiana y europea. En el siglo XIII Giotto abre una era nueva en la pintura con “las historias franciscanas”. Un realismo de las cosas humildes, refractario a una voluntad de idealización y cuyo frente es medieval. Junto al arte de  Cimabue (1272-1303) fueron expresión del intenso fermento espiritualista que las Ordenes Mendicantes, particularmente franciscanas, supieron imprimir en la vida civil y religiosa. El arte de este maestro fue el paso preliminar  para el lenguaje sosegado y concentrado de Giotto. La carrera artística de Giotto, muy notable -fue el único artista florentino que llegó a ser rico -resulta significativo  que escribiera un Himno a la pobreza, enérgico y convincente contra la misma .Viniendo a decir que es la causa de todos los males, porque la pobreza involuntaria conduce al pecado y la voluntaria a la hipocresía; las propias palabras de Cristo se tergiversan  si su elogio de la pobreza se aplica a los asuntos de los hombres. Por entonces se daba una notable controversia en torno a la pobreza; el triunfo de la Iglesia Oficial y de la alta clase media sobre los espiritualistas animaba a Giotto. San Francisco era hostil no sólo a la riqueza, sino también al arte.
En el siglo XV, Van Eyck pudo ser calificado en cierto modo de realista. En particular estos calificativos se aplican a los pintores del XVII que, desde Caravaggio hasta los hermanos Le Nain, pintaron temas humildes, de pobreza, y eligieron a sus modelos entre las clases populares.
La Contrarreforma, con su afán de “ir al pueblo” favoreció una tendencia populista a la que el genio rústico de Bassano dio impulso y la potente rudeza de Caravaggio, enorme difusión. A pesar de las transgresiones cada vez más frecuentes de los pintores manieristas, la mayoría de ellos no llegó a cuestionar el principio; en aquel entonces inquebrantable, de pintar en colores claros.Los artistas del siglo XVI plasmaron un mundo en el que la luz del día ilumina de forma prácticamente uniforme los motivos del cuadro y permite apreciar el más mínimo detalle en composiciones elaboradas, pero Carqvaggio protagonizó una violenta ofensiva contra esta “manera clara”. En 1672, Pietro Bellori, su biógrafo sostiene que “pintó en un denso colorido de sombras vigorosas, con abundantes negros para dar relieve al cuerpo y evitó mostrar sus modelos a plena luz”, “aunque “los situa en una pieza oscura y los expone a una luz que procede de la parte superior, que incide en las partes principales del cuerpo y que deja en penumbra el resto, lo que da como resultado intensos contrastes entre claro y oscuro”( Nadeije Laneiyrie- Dagen, J, Leer,2005, p.87). Este se sirvió de los contrastes tonales para la expresión afectiva y  para definir un realismo, que luego será seguido por su discípulo: José Ribera, quién acentuó este realismo del maestro. Estableciendo ambos una serie de pautas estéticas para la representación: naturalidad de los gestos, actitudes y tamaño de las figuras. También de los temas. Este nuevo modo de pintar, experimentado en los ciclos de pinturas, provocó la ira de los pintores tradicionalistas. Las repercusiones de su radical revolución se manifestaron bajo la denominación de “tenebrismo” a lo largo del siglo XVII en toda Europa.: en Nápoles con posterioridad a Roma; en España, donde el Velázquez  de la Vieja friendo huevos adoptó los tonos oscuros; pero también en la región de Lorena, con el arte de Georges de La Tour, y en Holanda, con Frans Hals y, sobre todo, con Rembrandt. La iconografía de los cuerpos deformes estuvo presente en el arte del resto de Europa. En este siglo se hizo patente especialmente en pintores del Norte, como Antonio Moro y Van Dyck. En el Norte de Europa, sin embargo, fue menos frecuente la búsqueda de lo excepcional que el culto deliberado de lo ordinario, que motivó ls representación de escenas de pobreza. El curso de estética que  Hegel impartió en 1830, constató esta pasión por lo real que, al contrario que en el arte italiano, condujo a los flamencos a representar las imperfecciones corporales y sociales sin ningún tipo de reparo. Caravaggio se aficionó a representar personajes de la calle más que figuras imaginarias o imitaciones de mármoles antiguos. Impuso la visión de modelos completamente desprovistos de la gracia y la perfección a las que los principios de la idealización habían acostumbrado al público durante un centenar de años. Este escandaloso trabajo de deconstrucción estética le valió acusaciones hasta de su biógrafo, por haber elegido lo feo, lo pobre, antes que lo bello y por venir al mundo para destruir la pintura. En La muerte de la virgen, la madre de Jesús en una escena de pobreza y suciedad, muestra un rostro fatigado, los cabellos despeinados y sucios, son los propios de una mujer del pueblo; la piel amarilla recuerda la de un cadáver real, y los tobillos tumefactos, los pies sucios de andar, Caravaggio despojó a un tema religioso de todo misticismo introduciéndolo en la escena de realidad. El vientre hinchado por el gas, sin olvidar que se trata de una mujer cuya extrema belleza fue celebrada por la tradición teológica, una Eva sin pecado a quien ni la vejez  ni la muerte conseguirán degradar. Lo mismo sucede en otras obras de Caravaggio: el tema de la Madonna di Loreto en Sant´Agostino, donde la tradición cuenta que el pueblo se indignó por la pintura de los pies sucios de los dos pelegrinos ostentando el primer plano. Los pies sucios, vividos como un exceso de realismo enfocaban la pobreza en primer plano. Es posible que dicha anécdota no sea verdadera, pero el tema de la tierra, la suciedad de los pies tan señalada debe haber impresionado a los observadores, que por entonces no habían visto con tal ostentación, en el conjunto que debía mostrar armonía, proporción y belleza. La pobreza queda marcada en primerísimo plano como tema y como estética. La hipótesis caravaggesca es la que hoy llamamos estrategia de comunicación. El arte no puede llegar a todo pero de tiempo en tiempo puede ponerse el objetivo de mandar un mensaje más amplio consentido por la circunstancia histórico-política en el que se encuentra la operación de mostrar la pobreza. Para algunos estudiosos esta hipótesis, o trabajar con la intención de enviar un mensaje integrado en una realidad histórico-política se inicia con Caravaggio y con él la pintura moderna (Strinati, 2010,p.24). Comunicación que se realiza en primera persona y que ya recoge una tradición importante en la Italia de entonces. Tradición que se inicia con Dante Alighieri y su Divina Comedia, quien desarrolla una tradición literaria solidísima en esta cultura y que será Botticelli quien representara esta obra y se coligara explícitamente a esta actitud y posición de Dante que lleva la autobiografía imaginaria al plano del verísimo, lo verosímil por condición, lo verdadero al nivel de la comunicación universal.
Pero estas doctrinas estéticas, van unidas a diferentes concepciones de la pobreza. Hasta el siglo XVI el pobre es el representante de Cristo y la Iglesia invoca la protección del débil y necesitado. Pero con la Contrarreforma, también aparece otro significado de la pobreza, “la pobreza vergonzante”, el pobre pasa a representar un peligro social, como propagador de la peste y el desorden. El pobre pecador e ignorante de la verdad cristiana se hace indeseable.
En 1593 aparece en los textos canónicos: en  el “Manual de Iconología de Cesare Ripa”, dos figuras de la pobreza, la denotan un mazo por el peligro y dificultad que comporta .Vestida de rojo color de la pobreza vergonzante” (Ripa, Cèsare. Vol II. pp216-217).Lo más humano y lo vergonzante. Dos significados que también aparecerán en las vanguardias.
Los Ilustrados, no encontraron suficiente la reclusión de la mendicidad, conjugando reclusión y trabajo productivo. Realizan la “Pragmática del trabajo estable”, como instrumento de control social, que diferencia al pobre honesto del vagabundo. Puede ser considerado un desarrollo de elementos planteados por el Enciclopedismo. Siendo concomitante con el naturalismo y con la expansión de los ideales democráticos.
La fuerte personalidad del arte español llegó a materializarse durante el siglo XVII, aunque, por diversas circunstancias, nadie se percató, fuera de España, de este fenómeno hasta el siglo XIX. En realidad, hasta el viaje de Manet a Madrid en 1865 no se produjo el arco crítico definitivo que señalaba como los tres puntos culminantes del arte español a El Greco, Velázquez y Goya. A partir de entonces, no hubo un solo movimiento de vanguardia que no estuviera influido por la Escuela Española, por lo menos, hasta fines de esta centuria. Así ocurrió con el romanticismo, el realismo, el naturalismo, y, aunque parcialmente, también con el impresionismo y el simbolismo. El redescubrimiento tardío de El Greco dejó una impronta en la génesis del expresionismo y el cubismo de la primera década del XX (Calvo Serraller, 2012, p. 87).
La revolución del grabado (S.XV al XVIII) permitió aumentar el consumo y la difusión de las imágenes. En el siglo XVII la población aumentó de un modo notable en ciertas regiones  europeas. Con la creación de grandes ciudades capitales se produce un fenómeno  acelerado de urbanización. La densificación iconográfica inicia un proceso de rápido desarrollo con el descubrimiento sucesivo de múltiples procedimientos de grabado. El aguafuerte y sus derivados fueron procedimientos adecuados para este proceso de expansión; que dan por resultado un aumento muy considerable del número de imágenes por individuo y por unidad de superficie. La posesión de la imagen no es ya un indicador de elevada posición social. Imágenes para pobres.
                  La “impresión de lo verdadero”:
Urbanización y concentración industrial; las revoluciones del siglo XIX en Europa (Francia, Austria, Italia, Inglaterra); La Comuna de París de 1871,las primeras medidas socialistas ;la caída del orden burgués, la publicación del Manifiesto Comunista, la Primera Internacional en Londres; el sufragio universal; tuvieron su efecto en el ámbito artístico caracterizado por la liquidación paulatina del Romanticismo y por la difusión de un ideal : el Realismo que afecta por igual a productores de imágenes que a escritores. Las imágenes de la pobreza quedan dentro de esta doctrina estética.
En Francia, los verdaderos continuadores de la revolución realista de Caravaggio fueron, dos siglos y medio más tarde, los artistas preocupados por plasmar la “vida moderna”, en palabras de Baudelaire.ueron quienes podían practicar un arte basado en las tendencias académica , realista o impresionista. Las preocupaciones de estos artistas eran, en general, morales o políticas, aunque también pertenecían al ámbito formal. En este sentido los pintores deseaban que sus temas se correspondieran con la realidad surgida a partir de la revolución industrial. Teniendo esto en cuenta la introducción de obreros en los cuadros conlleva como contrapartida la representación del mundo burgués con los apartamentos y las calles de la ciudad haussmanniana, los cafés, los burdeles y los teatros. Estos nuevos temas supusieron una revisión en la manera de pintar: el academicismo ideal de los cuerpos y escenas sociales ya no se podía emplear en su tratamiento. No es casualidad que la expresión pintores de la realidad  fuera utilizada por primera vez en 1857, en el apogeo del movimiento realista, por el escritor y crítico francés Jules Chamfleury, gran defensor de esta estética. En cuanto al término realista, el también crítico Gustave Planche lo empleó por primera vez en 1836 en Chronique de Paris para designar la reacción artística contemporánea que preconizó, frente al neoclasicismo agonizante  y al romanticismo triunfante, un retorno al estudio de la naturaleza y a los temas humildes. En 1855, recuperó el término Gustave Courbet, uno de los mayores exponentes del movimiento, concretamente en el catálogo que elaboró para su Exposición de cuarenta cuadros. En un primer momento algunos críticos lo calificaron de grandilocuencia de los cuadros románticos; en 1840 fue tachado como triunfo de lo feo y durante el II imperio francés, causó inquietud debido a la ideología reinvicativa a la que parecía apoyar: el arte y la personalidad de Courbet, próximao al socialista Proudhon y encarcelado en 1837 por su papel en la Comuna de París dos años antes, encarnaron el temor que suscitaban las formas deliberadamente provocadoras de esta pintura en los medios oficiales.
En la Francia del siglo XIX, el campo siguió ocupando un lugar destacado. El trabajo en el campo y sus penurias siguió estando muy presente en los cuadros a lo largo de la segunda mitad del siglo. Se encuentra en pintores aceptados en los Salones, como Jules Bastien-Lepage de un naturalismo oficial y Millet cuyas Espigadoras fueron calificadas en 1857 como “Parcas del pauperismo” y de “Espantajos andrajosos” y en Courbet en cuyos Las cribadoras de trigo y Los picapedreros manifiesta el mismo pauperismo. Con posterioridad a los campesinos y, concretamente, en la década de 1870-1880. El proletariado comenzó a aparecer en las pinturas gracias a los impresionistas o neoimpresionistas y no a los realistas, como hubiera sido de esperar. Así, en la pintura de Caillebotte, las figuras que aparecen son proletarios en su mayoría, realizando trabajos duros. Las clases proletarias intervinieron también en los trabajos de Seurat y sobre todo en los de Daumier.
Historicamente, el realismo se ha considerado un movimiento literario y artístico esencialmente francés, que surgió en 1820-1830 y se prolongó de forma oficial hasta finales del s. XIX. Los artistas que se adhirieron a esta estética no sólo se caracterizaron por la voluntad de imitar la naturaleza sin concesiones, sino tambiénpor las preocupaciones sociales y políticas que hicieron que se interesaran por los más desfavorecidos de la sociedad de su tiempo. El realismo, un movimiento contestatario en sus orígenes, tanto de carácter ideológico como estético, fue recuperado a principios de la III República francesa por el arte académico, en un momento en el que los artistas exponían en el Salón temas sociales según la tradición de Courbet, no con objetivos políticos, sino con el fin de utilizar lo trivial en la expresión de lo sublime, esto en palabras de Millet. Cuando determinados pintores: Thomas Couture, Fernand Cormon, adoptaron un estilo realista para tratar temas arquelógicos o prehistóricos, eliminaron cualquier posible segunda intención política. El realismo es esencialmente francés, sin embargo, su influencia se extendió a otrs regiones de Europa. También recibió influencias del realismo Eduard Manet, aunque de un modo distinto. Este fue alumno de Couture. Entre 1830 y 1860 los pintores que se reunieron en Barbizon, en las proximidades del bosque de Fontainebleau, representaron la tendencia paisajista de la escuela realista: Virgile Díaz de la Peña, Théodore Rousseau, Dauvigny y Millet. En España eñl termino costumbrismo designó tanto la pintura como la literatura relacionadas con las costumbres típicas de las regiones. El movimiento que inicialmente tomó sus rasgos del estilo romántico, y que después y de forma gradual del realismo, se desarrolló principalmente en Sevilla entre 1830 y finales de siglo. Sus principales representantes fueron José Dominguez Bécquer y su hijo Valeriano Bécquer, José Roldán y Manuel Rodriguez de Guzmán. Todos ellos trataron imágenes de la pobreza en Andalucía.
En Italia y concretamente en Florencia, a mediados de la década de 1850, los macchiaioli propugnaron una pintuira antiacadémica cpaz de ofrecer una “impresión de lo verdadero”. El nombre del grupo procede de la palabra macchia, que significa mancha y carcteriza una pintura más atenta a la pincelada y a las relaciones cromáticas que al dibujo, Giovanni Fattori, Silvestro Lega y Telémaco Signorini fueron los principales exponentes de este movimiento.
La escuela de la Haya, con Jozef Israëls y el paisajista Jacob Maris, constituyó la versión local de los Países Bajos, más cercana al realismo francés. Y en Alemania, Wilhelm  Leibl, que conoció en Paris a Gustave Courbet junto a  Adolf Menzel son los más celebres representantes de esta estética.
Los realistas crearon unas obras aptas para cualquier público, es decir, comprensibles y susceptibles de llegar incluso a personas poco entendidas. Los temas escogidos no eran eruditos  ni procedían de la literatura, la historia o la mitología, sino que eran estrictamente contemporáneos y, a menudo, se tomaban del universo cotidiano, en particular del trabajo. Esta tendencia alteró la jerarquía de los géneros: los pintores realistas, que tomaron como referencia a antiguos maestros como los hermanos Le Nain o Chardin, o a artistas españoles como Ribera, confirieron a la representación de la vida y,  de la miseria, la dignidad hasta entonces sólo reconocida a los temas históricos. Prefieren fondos que fueran a la vez concretos y comunes, vistas del campo y barrios pobres de las ciudades. Un tramo del camino sin ninguna particularidad en un lugar no identificado. En los pintores de tendencia realista oficial, que trataron temas arqueológicos, la atención a los detalles volvió a ser importante: Cormon por ejemplo, pintó con exactitud las manadas, los instrumentos y las herramientas de los primeros hombres tal y como los daban a conocer los estudios prehistóricos de su época. Aparece ya asociada a esta estética el primitivismo y los arcaísmos.
Estos pintores no cultivaron el dibujo por sí mismo, y rechazaron una factura demasiado libre que dificultara la legibilidad de las formas a favor de la expresión de la subjetividad del artista. Rechazaron los cromatismos brillantes cultivados por los románticos y se decantaron por los tonos terrosos. En las escenas de exterior utilizaron la luz del día y, en ocasiones, buscaron los efectos del alba o del crepúsculo. En las escenas de interior emplearon efectos de luz más contrastados.
La preocupación por la fidelidad a la naturaleza favoreció la elección de modelos populares que el pintor representó son idealizarlos y vistiéndolos con la indumentaria  que corresponde a su profesión y sobre todo a su clase social. De este modo es habitual que los tipos estén desprovistos de belleza, sino que, además, la búsqueda del efecto real, en ocasiones combinada con un discurso comprometido, llevó a los pintores a pintar tipos representativos de la decadencia humana y semblantes de patanes afeados y embrutecidos por el trabajo, el alcohol o las enfermedades hereditarias.
La retórica de los gestos cambió por completo. Los pintores realistas juzgaron artificiales y terriblemente patéticos los movimientos y las mímicas afectadas de los artistas clásicos, que también sirvieron como modelo para los románticos. Los gestos reproducidos pertenecen al día a día, a las costumbres cotidianas.
El desnudo y el erotismo no están ausentes de los cuadros realistas, por lo menos en la obra de Courbet. El tratameinto que recibieron los cuerpos, con sus formas gruesas pintadas con una pasta espesa, les confiere una materialidad escandalosa para la época, más intensa todavía cuando los cuerpos se tocan y se prestan a juegos que la sociedad juzga inconfesables, o cuando sólo se centran, como las fotografías eróticas de la época, en las parte sexuales.
Con todo sería necesario esperar  hasta principios del s.XX, hasta el período de entreguerras, para que los cuadros y las fotografías, no sólo en Francia, sino también en otros países europeos y en USA, representaran a los obreros de forma realista y con una visión social militante en situaciones de miseria, desempleo, de trabajo en la fábrica, de ocio o de conflicto, huelga o manifestación. En estos casos, los campesinos no aparecen en la pintura a excepción del arte nazi, en el que la predilección por escenas campesinas se inscribe en el contexto de la celebración de los valores y el culto a la tierra.
Entre los productores de imágenes la fotografía  hace su aparición. A la vez que la fotografía se democratiza y perfecciona sus técnicas, se inician las polémicas  entre fotógrafos que se adelantan a muchas soluciones de los pintores de vanguardia, porque de sus discusiones nacerán los códigos cinematográficos, fotonovelísticos (posturas, movimiento-tipo, composiciones, encuadres, etc.) que constituyen la base de los “modos de relación” en la sociedad contemporánea.
El concepto se instaló por fin entre los movimientos del arte moderno, a partir de la revolución francesa de 1848. El principal representante de estas iniciales manifestaciones programáticas fue Gustave Courbet. Un primer realismo surgido como contraposición  a los influjos idealistas presentes en el clasicismo y en el romanticismo, propugnó el valor de la realidad objetiva como factor de representación válido por sí mismo. Prescindiendo de cualquier intención preconcebida y de toda modificación o embellecimiento, incorporando temas de la vida diaria  y en particular de las gentes humildes. En definitiva concibiendo la realidad como fenómeno que no necesita ser deducido sino inmediatamente percibido. La pintura es un arte concreto que puede estar compuesto por la representación de las cosas reales y existentes. Es un lenguaje completamente físico, integrado no por palabras sino por todos los objetos visibles. “El claroscuro del barroco español al estilo de Ribera y Zurbarán se convierte en un dictado, que ofreció grandes posibilidades a estos artistas” (Novoty, Fritz ,1994.p244).El realismo no se limita solo a lo visible, trata de lograr la esencia de un fenómeno. Igual caso es el de Honoré Daumier quién retrata el mundo cotidiano, el ruidoso ambiente parisiense, la vida de la ciudad y de sus proletarios, de sus pequeños burgueses. Realista y satírico al mismo tiempo.
A partir de 1860 un realismo más centrado en la vida urbana, más indiferente a las reivindicaciones sociales y atentas a los sentimientos de la vida moderna, se forma con Manet y Degas y en España con Mariano Fortuny.

“La aparición a partir de 1909-1912 de la Abstracción suscita un antagonismo entre artistas inobjetivos y realistas” (Novoty, Fritz, 1994, p267). En España afectó enseguida a todas las artes figurativas y a todos los géneros. El realismo social de fin de siglo destinado a alterar la conciencia  burguesa, entró así a formar parte de la pintura y con ella todo cuanto le rodeaba de la vida cotidiana. La modernidad llega del norte de París y Bruselas.
Fueron dos españoles, Picasso y Gris, quienes dieron un impulso más relevante para el cubismo, lo mismo que los expresionistas alemanes o centroeuropeos tuvieron en cuenta la influencia de Zuloaga o Anglada Camarasa, muy estimados, en general, por toda Europa hacia 1900. Tampoco deja de ser sintomático que fueran artistas españoles, como Miró, Dalí, Buñuel u Óscar Domínguez, figuras capitales del surrealismo. De tal manera que, a la fascinación internacional por el arte tradicional español durante el siglo XIX, le siguió otra, en este caso basada en la destacada actividad de los artistas españoles de vanguardia, por lo menos, durante el primer tercio del s. XX.
Pero no todas las pinturas europeas que con el nombre de informalismo, arte otro o tachismo se remiten al expresionismo abstracto se atuvieron a la visión estadounidense del gesto. Pintura gestual es la de Jorn y la de Appel, la de Dubuffet, la de Fautrier, la de Saura y la de Millares, la de Tàpies, pero en niguno de estos casos nos encontramos con versiones del expresionismo abstracto: su gestualidad pertenece a un ámbito diferente. Ciertamente el gesto es expresión del sujeto, pero en el caso europeo tal expresión es reacción a las circunstancias históricas concretas: a la devastación y crueldad de la guerra, la crisis del humanismo, la perplejidad y estupor ante lo acontecido. Las obras de Appel y de Jorn, las de Dubbufet y Fautrier responden a una situación histórica concreta, mantienen la figuración y la condición monstruosa que lo sucedido había puesto a la luz. Los problemas relativos a la identidad no parecen tener especial relevancia, salvo en el caso de España. No es posible hablar de identidad nacional en Dubuffet o identidad nordica en las obras de CoBrA, aunque algunos rasgos cromáticos e iconográficos puedan aludir a tradiciones convencionales. La pintura y la escultura se enfrentan en España a una situación diferente y lo hacen algo más tarde. Las causas también son históricas.
El período 1940-1975 es una anomalía en nuestra historia, no sólo en lo político. Hecho que afectó al trabajo de artistas, escritores, arquitectos, poetas, dramaturgos,etc. Fue en la búsqueda de un mundo de normalidad donde se fraguo un arte de notable calidad: en la búsqueda de identidades nacionales y el rechazo de manipulaciones históricas, en la pretensión de enlazar con la cultura internacional; en el intento de reflejar críticamente el imaginario dominante, oficial, y sustituirlo por un imaginario real, afectado por la situación real; en la utilización de la ironía y el sarcasmo; en la calidad de las obras. Además de los grandes maestros, Picasso y Miró, se formaron otros maestros, Chillida, Tàpies, Oteiza, Palazuelo, Rafols Casamada, Hernández Pijuán y Manolo Millares. Saura, Eduardo Arroyo y el Equipo Crónica (Bozal, 2013, p. 19). La mayoría de ellos también se expresaron dentro de la estética que estamos tratando, aunque el más notable es Millares.
       A finales de los años sesenta las obras de la antiforma (Morris, Le Va, Smithson) y el arte povera (Merz, Pistoletto, Penone) se beneficiaron de la inagotable fuente de materiales de desecho que estaba en concordancia con la incipiente crisis –energética, política, ideológica–, y que sería punto de apoyo de mensajes ideológicos contra el consumismo descontrolado, como los que llevaron a cabo los artistas de Food (1974), Vito Acconci y Gordon Matta-Clark o, posteriormente, Krzysztof Wodiczko y sus Homeless Vehicles (1988), carritos para indigentes que sirven de vivienda portátil; o los trabajos de Thomas Hirschhorn, quien inunda los espacios de la galería y el museo con componentes de muy bajo coste, cuando no tomados de la basura, como cartón, muebles viejos, periódicos o, incluso la erección de monumentos o espacios alternativos de actividades sociales: Deleuze Monument (2000). En este sentido, la reutilización de las materias primas manifiesta su acto performativo y denuncia el absurdo de la estructura de consumo en los países desarrollados, donde la basura contiene cosas aprovechables; a este respecto, es ejemplar el documental de Agnès Varda Les glaneurs et la glaneuse (2000) donde expone la cuestión de aquellos que “espigan los espacios” –naturales y urbanos– que no han de ser necesariamente los excluidos sociales. Más “artistas-traperos” que se desperdigan entre el detritus y la ruina son Lara Almárcegui, Ixone Sádaba o Botto & Bruno; también el dúo Tim Noble y Sue Webster, quienes atestan la galería de desperdicios y los iluminan teatralmente para proponer una sombra reconocible a partir de lo informe: Real Life is Rubbish (2002).
       Del reciclado de la basura deriva en consecuencia una reflexión sobre los asentamientos externos a las ciudades, no sujetos a la pauta urbanizadora. Las imágenes son innumerables dentro de un vasto arco ideológico que recorre desde la retícula que ordena las chabolas en la cándida Milagro en Milán (Vittorio de Sica, 1951) al ominoso barraquismo vertical de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002). La vivienda miserable se esconde tras los nombres de chabola, favela, shantytown, bidonville o gecekondus, que responden a una misma realidad de degradación social. Otras propuestas sugestivas son las que investigan las posibles soluciones habitacionales que satisfagan a todos los ciudadanos, incluido el segmento de los que no tienen recursos: enmarcados entre la “anarquitectura” y el situacionismo de los años sesenta son los trabajos de Angustias García e Isaías Griñolo, Mobiliario urbano para fronteras (2002), y más aún los del arquitecto Santiago Cirugeda y sus Recetas urbanas (1996-2010), que aprovechan resquicios normativos para implantar edificaciones “parásitas” en las construcciones establecidas legalmente. Otra forma de acción es insertar violentamente en el sacro espacio institucional las chabolas que reconstruye en los museos Marjetica Potrc en House with Extended Territory (2003); también son significativos los fotomontajes de desechos arquitectónicos realizados por Dionisio González, quien propone una mezcla estilística de rascacielos y asentamientos miserables en Cadáveres exquisitos (2004).
Esta estética,  va conformando el estar en el tiempo: del ser personal  y de la huella de lo más originario del hombre. La traza de lo originario que está ocupando el mundo. Vestigios que anuncian el ser del mundo, de lo más originario en unidad con el ser del artista.
En la intersección de estos tres registros: del ser personal, del originario del ser humano, de la huella, traza o fragmento que lo humano va dejando en este mundo, es posible encontrar el sentido de esta estética en el artista que tratamos y los significados de su obra. A la vez, por extensión, dar la posibilidad de hacer una lectura más general de la estética pauperista en los distintos movimientos artísticos. Sosteniendo el análisis en una mirada que arranque desde la segunda generación romántica en toda Europa que toma caminos paralelos a las transformaciones científico técnicas. La mímesis parece regresar a través del realismo y el naturalismo, pero el conjunto de lenguajes y movimientos refleja la diversidad de las ciencias humanas recién inventadas. La aparición de la antropología, la etnología, la geografía, la paleontología, la geología, la arqueología, etc producen representaciones especulares de las mismas. La sexualidad reconstruye el cuerpo.
Un pintor matérico como Manolo Millares comparte  casi todas estas preocupaciones   con los plásticos de su época; a través de la pobreza de los materiales utilizados, de desechos, y de basuras, la crítica a la sociedad y a ciertos regímenes políticos. Junto con ellos metaforiza diversas figuras de la pobreza humana: metafísica, social y política. Hace una reflexión plástica sobre la pobreza sociopolítica vivida en los años de la posguerra española y europea. Una lectura de la pobreza del sujeto humano, la pobreza del cuerpo, la pobreza cultural. Un arte brutal, primigenio, primitivo, de lo más esencial del “hombre”. El cual se inscribe en una tradición artística europea que como hemos dicho, es originada en parte en Giotto y el  Renacimiento temprano  y que llega hasta nuestros días.
                      La riqueza del hombre humilde, de lo más espiritual y esencial del ser humano, de quien se merece el reino de los cielos. Trapero, trapos y arpilleras, la pobreza tratada como “pro-forma”, como desnudez, como destrucción, origen y preñez; como matriz de lo que será (Homúnculo).Como critica a toda sociedad injusta. Estética transformada en ética en metaforización: lo vergonzante e inmoral de la pobreza, lo transforma en ética civil. Nos dice el pintor: “A la realidad actual  llega mi libre protesta con el desgarramiento, las texturas acribilladas, la arruga de la belleza, la herida telúrica y la verdad pavorosa del homúnculo, de humildes sargas…”
Cabría preguntarse en qué punto de la tensión ética / estética se sitúa la producción artística contemporánea. Ejecutaremos la rutina de una corta digresión: ¿dónde se sitúan las obras de los excluidos del arte-mundo? Dos respuestas posibles de su posición: a) la obra queda inscrita en el espacio denominado outsider art: las manifestaciones estéticas de enfermos mentales, analfabetos, niños, criminales o autodidactas, de todos los que se encuentran fuera del entramado artístico institucional y comercial. En general, las oportunidades de que el “artista pobre” despegue hacia las latitudes del éxito son nulas; por este motivo sus aportaciones nunca serán valoradas salvo excepciones (un caso evidente es el de Justo Gallego y su “catedral” conocida internacionalmente gracias al olfato de Harald Szeemann, quien lo eligió para su proyecto The Real Royal Trip, 2004). Y b) la otra opción se encuadra en los confines cosméticos de la artesanía (con connotaciones peyorativas a pesar de su gran importancia), origen de una parte sustancial del núcleo artístico, pues del gesto laboral optimizado surge la destreza necesaria para introducir cambios trascendentes en los objetos y crear otros. Dado que esos “seudoartistas” no tienen acomodo en el circuito expositivo, es la imagen pauperista (su estilo) la que se aloja en los diferentes discursos de la plástica contemporánea manteniendo un equilibrio entre la polémica y la reflexión moral.
       Así pues, dentro del arte más actual se pueden detectar con nitidez tres líneas generales de argumentación que vertebran y amplifican visualmente el concepto de pobreza, donde se expresa la voluntad de denuncia documental, las cargas ideológicas o la abyección de lo morboso; de lo temático a lo formal esas áreas se combinarían en cuanto a la utilización recurrente de materiales pobres o reciclados, la construcción y/o recreación de lugares con dichos materiales en el espacio expositivo y lo miserable como causa y efecto de comportamientos performativos (Moriente,D,2010,La pobreza que viene,Internet)
Hemos de examinar la pobreza como materia prima conceptual del discurso artístico que plantea problemas de difícil resolución derivados de su doble raíz: estética (¿es arte?) y moral (¿debe mostrarse?). Uno de los artistas que se arriesga al enjuiciamiento es Santiago Sierra. Su polémica obra maneja parámetros que combinan el minimalismo y la acción artística, al tiempo que el asunto orbita sobre la crítica al capitalismo desde los propios engranajes comerciales del sistema artístico. Un artista es “un megaobrero que ha superado el anonimato y cuyos productos rebosan plusvalía”, así identifica los mecanismos de dependencia riqueza-pobreza con los de la creación artística. Aunque Sierra se aprovechó de las posibilidades estilísticas de la basura, ha ido decantándose por el uso de personas como componente indispensable de su trabajo y suele valerse de individuos provenientes del tradicional lumpemproletariado: inmigración ilegal, prostitución, indigencia, drogadicción o peligrosidad son etiquetas que los caracterizan. Plantea para la ejecución de sus obras tareas absurdas y repetitivas afirmando así que los únicos límites de la sociedad son los que se imponen mercantilmente: la pobreza conduce a la asimilación de estos como propios de un estatus, es decir, aquellos que se encuentren en la franja más baja se incorporarán a cualquier demanda por abyecta que esta sea. Así, personas remuneradas por masturbarse, por permanecer quietas, por dejarse tatuar, por mantener relaciones sexuales, por estar inmóviles, escondidas, enterradas; los honorarios responden al sueldo mínimo estipulado en el lugar de la acción, aunque alguna vez, como en la obra Línea de 10 pulgadas rasurada sobre las cabezas de 2 heroinómanos remunerados con una dosis cada uno (2000), el título explique todo. Las dudas se trasladan de inmediato a la mente del espectador, quien debe enfrentarse a los dilemas morales, mientras Sierra afirma tajante: “Yo no transgredo ninguna norma”.
       He aquí un protocolo de visibilización que, con una doble operación, cosifica, aún más si cabe, la imagen del individuo: a través de la descripción y de las acciones reiteradas y descontextualizadas. Si Santiago Sierra se apoya en el signo visible, Teresa Margolles crea un complejo discurso de lo invisible a través de un proceso metonímico por el que los materiales irradian la muerte encadenada a la violencia. La pobreza responsable de las muertes violentas –en puntos calientes de su país, Culiacán, Ciudad Juárez y Tijuana– se desvela tras muchas capas en sus duras imágenes. Pues tras los asesinatos por narcotráfico, la violación y el secuestro de mujeres y las muertes de quienes tratan de cruzar la frontera de los Estados Unidos subyace siempre el particular ensañamiento del acto indiscriminado y la grieta por la que el bienestar de los ciudadanos del norte necesita de la pobreza del sur. Cofundadora del grupo SEMEFO (Servicio Médico Forense), desde los años noventa Margolles ha realizado máscaras funerarias de suicidas en Autorretratos en la morgue (1996) y Recados póstumos (2006); ha recogido cristales de autos rotos por las balaceras para engarzar joyas en ellos, en Ajuste de cuentas (2007); el agua de lavar los cadáveres en el depósito tras su autopsia se ha vaporizado después en el espacio expositivo de En el aire (2003); y, últimamente, empapó la sangre de los asesinados en grandes sábanas sobre las que posteriormente borda notas de sentencia de muerte en ¿De qué otra cosa podemos hablar? (2009). El discurso de lo intangible, lo invisible es sutil en Margolles, apunta al límite de la percepción sensorial, como el olor, una especie de radiación de fondo indetectable. Así, lo que se inicia como metonimia termina transmutándose en metáfora: la sangre no es ya sinécdoque de la muerte sino imagen figurada de la malversación del precioso capital humano de quienes lo gestionan como algo prescindible.
       Para una gran parte de la población, el itinerario entre la vida y la muerte pasa necesariamente por la miseria, que los convierte en víctimas o verdugos sin vía de escape alguna: pobreza y violencia están poderosa e indisolublemente unidas y funcionan como un excelente dispositivo de control demográfico. Las obras de otros artistas como Alfredo Jaar (el brutal Proyecto Ruanda, 1994-2000 o Emergencia, 2005), Francis Alÿs (la inquietante Ambulantes con sus gestos reiterativos de búsqueda de objetos, 1992-2002, La fe mueve montañas, 2002) o Karmelo Bermejo (Aportación de trabajo gratuito al Deutsche Bank, 2006),  también transfieren al universo artístico, de manera más velada en algunos casos, la pobreza como efecto del sistema capitalista y la miseria como causa primera de los horrores derivados de ésta: exclusión, desplazamiento, hambrunas, epidemias, genocidios. ¿Es esto pornomiseria? Imposible una respuesta absoluta, dado que las obras se ubican en ese inaprensible intersticio entre lo real de su representación, prácticas artísticas en tanto que interpretaciones del mundo.





[1] Millares, M, Catálogo de exposición Luto de Oriente y Occidente, Centro Atlántico de Arte Moderno, 2004, p.69De ahí esa paradoja de la disolución por caminos de concreción material que determina mi obra. Y la razón para la querencia de lo táctil apoyada en un quebrantamiento del equilibrio clásico. De una carga vital, motor ético de la obra, estimulado por una situación de acción positivo-negativa afluye un nuevo modo de sentimiento a través de la materia expresiva casi inédita (en el sentido de emplearse como elemento de significación) que no puede conducir más que a la IDEA revulsiva, necesaria, entendida como sedición en los destrozos que causa a una cultura en decadencia. Expresar la pobreza de lo humano, de la cultura, de la autoridad. Así pues, mi diferenciación, dentro de un posible postdadaísmo, está precisamente, no en el carácter meramente destructivo de la materia por si misma que se rebela contra todo y que anarquiza el momento en un puro nihilismo, sino en el contenido morfológico-moral donde el hombre apunta desesperadamente a lo hondo de unas esperanzas de unas huellas que son las mismas de los demás hombres y las de su tierra. De una fuerza constructora-destructiva que ha de barrer lo que, en realidad, no es más que basura y mierda elevadas a categorías despóticas, devendrán los nuevos vocablos del mañana. Pero mientras yo como Cash, el personaje de Faulkner, hago y rehago la negra caja donde nacen y yacen todas las podredumbres que denuncio y me entierro cada día.”[1]

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